La envidia
Eduardo de la Serna
Hasta aquí venimos hablando de "vicios", sin señalar la dimensión de "pecado" de este grupo de "vicios capitales". Pero algo debe llamarnos la atención: hemos hablado de la soberbia como característico de Adán, de la avaricia como característico de Judas, y de la envidia se dice algo todavía peor: no sólo se afirma con mucha frecuencia (diremos algo más adelante sobre esto) que es el pecado de Caín, sino que es pecado del mismo diablo... Después de esto, ¿podemos seguir prefiriendo el título "vicios" al de "pecados"? Obviamente creemos que sí, pero debemos profundizar esta cuestión para evitar malos entendidos.
Estrictamente hablando, la envidia es el deseo de tener algo que otro u otros tienen y de lo que carecemos, o es una cierta "incomodidad" por aquello que tienen y nosotros no. Pero puede haber diferentes "grados". Algo bueno que el otro tiene o ha hecho, puede entristecernos, o puede movernos a vivirlo o buscarlo nosotros también. Obviamente en el primero de los casos estamos en el terreno de una "mala envidia" y en el segundo en el de una "sana envidia". Por eso debemos entender, en primer lugar, eso de la envidia buena a fin de ser más precisos al hablar de aquella que puede llegar a ser presentada hasta como "pecado satánico"...
Una "santa" envidia
De las muchas veces que santa Teresa de Avila habla de la envidia, varias lo hace para afirmar que, por ejemplo, tenía envidia del modo de rezar de Fulano, o del entendimiento de Mengano; algo semejante ocurre en santa Teresita. "Envidia", en este caso, es "me gustaría también tenerlo yo"; pero de ninguna manera un "me gustaría que él no lo tenga". Y aquí radica la cuestión más importante. Otro sentido, es saber que alguien se ganó el "Loto" y decir "me hubiera gustado ganarlo yo" (¡qué suerte envidiable!), es simplemente una expresión de deseo. Tampoco aquí podemos hablar de una envidia "perversa". Saber que alguien tiene algo que no tenemos, puede incluso -y también acá hay un punto muy importante- ser un incentivo para procurar adquirirlo nosotros también. Claro que esto vale particularmente para los "bienes" que algunos llaman "espirituales", bienes que todos pueden tener sin que se agoten (como el modo de oración de Fulano), bienes que podemos pretender porque a nadie se lo quitamos al adquirirlo. Diferente es el caso de los bienes a los que los mismos llaman "materiales". Muchas veces el deseo de ellos es simplemente un buen deseo: "me gustaría tener tal cosa como tiene fulano", y sentirnos incentivados para ver la forma de adquirirlo: trabajo, ahorro, esfuerzo, etc... En este aspecto, la "envidia" tiene una forma benigna que estimula la competición y el mejoramiento. ¿Quien se animaría a afirmar que en este caso es algo negativo? ¡Todo lo contrario!, es algo que impulsa hacia el bien, que nos "seduce" hacia el bien. En este caso, entonces, (y sin entrar en el simple "me gustaría" que puede ser el deseo de aquello que es bueno), nuestro impulso hacia lo que otros tienen y nosotros no, puede traducirse en incentivo, esfuerzo, sana competencia para alcanzar nosotros también aquello. E insistimos en "sana" competencia ya que hemos hablado de la competencia perversa del sistema económico que busca la aniquilación del otro (ver "Avaricia"), y por tanto saber que si otro tiene es que nosotros hemos perdido, y que debemos hacer lo necesario para adquirirlo.
Más difícil es el caso de aquello que supone "uno u otro". Pongamos un ejemplo sencillo. En un equipo de fútbol hay más de un jugador por puesto. Algunos deben ir al banco de suplentes. En primer lugar está el equipo (o debería estarlo), pero un jugador, además buscará jugar lo mejor posible para entrar como titular. Obviamente, eso significa que un compañero irá al banco. Por otro lado, si uno está en el banco y el que nos reemplaza está jugando muy bien, eso va en beneficio del equipo, pero en perjuicio nuestro. ¿Cómo encontrar un equilibrio, ciertamente difícil, de buscar mejorar, de alegrarnos por el buen momento de nuestro reemplazante, del éxito del equipo aunque no juguemos...? Dejemos este ejemplo pendiente, volveremos sobre esto, aunque ya se empieza a insinuar una buena o necesaria competencia que perjudica a otro. Yo puedo envidiar que otro esté jugando en mi lugar, y hasta alegrarme cuando él no pueda jugar. La pregunta será, ¿cuál es el criterio para señalar el límite entre lo bueno y lo que no lo es no tanto?
"Verde de envidia"
"A naides tengas envidia,
es muy triste el envidiar;
cuando veás a otro ganar
a estorbarlo no te metas:
cada lechón en su teta
es el modo de mamar."
(Martín Fierro)
Para entender este siguiente paso que vamos a dar, donde pretendemos presentar una "mala envidia", vamos a poner un ejemplo de la vida real. Lamentablemente cierto. Evidentemente los casos están disimulados, pero no mentidos. Dos mamás se encuentran en un negocio importante y caro. Ambas están con sus hijas que preparan una ‘fiesta de 15'. La mamá "A" no deja de observar todo lo que mira, pregunta y anota la mamá "B". Pero a continuación le sugiere comprar "en el negocio de la vuelta que es más barato y mejor". Llega incluso a esperarla en la puerta a fin de asegurarse que no haya comprado o encargado nada mejor, ni más lindo que lo que encargó su hija. ¡No puede soportar que la mejor fiesta no sea la suya! Acá reside el punto de la "envidia": incomodarse, entristecerse o dolerse con el bien ajeno. Evidentemente, esta envidia tiene muchas "hijas": el chisme, la murmuración, la difamación, el gozo por el mal ajeno y tristeza de su prosperidad, e incluso el odio... "De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad" (S. Gregorio Magno). Lo que la tradición popular llama "el mal de ojo" -por ejemplo- empieza precisamente en esta actitud: es un "mirar mal", es el "ojo malo" (Sir 14,8; Mt 20,15). ¿Alguien se animaría a negar que esa mirada cargada de envidia realmente enferma? Lamentablemente a este tema de la supuesta envidia se aferran muchos aprovechando la debilidad, la angustia, la ignorancia o la desesperación de tantos para esquilmarlos limpiando supuestos trabajos o nudos que otros han puesto, y asegurando eficacia aun a costa de división de familias, de sospechas de compañeros de trabajo y de los pocos dineros que a algunos le quedan...
Sin dudas, el deseo por tener lo que tiene el otro, pasó una invisible barrera en la que ya no sólo es una competencia, sino que se desea que el otro no tenga lo que nosotros no podemos tener... Es iluminador del ejemplo que acabamos de poner esta cita de san Bernardo:
"Efectivamente, son tan ligeros que vuelan como las palabras. Habla uno solo, y sólo pronuncia una palabra. Sin embargo, esa única palabra en un momento hiere los oídos de todos los que la escuchan, y mata sus almas. Es que el corazón amargado por la hiel de la envidia no puede derramar sino amargura por la lengua. Así lo dice el Señor: Lo que rebosa del corazón lo habla la boca. Son muy diversas las clases de esta peste. Unos vomitan el virus de la difamación abiertamente y sin miramiento alguno, según les viene a la boca. Otros, incapaces de contenerse, se esfuerzan por revestir aparentemente con cierta timidez artificial la malicia engendrada por la falacia. Observarás que suspiran profundamente y sueltan la difamación con cierta gravedad y desgana, con cara de tristeza, con un ceño de humildad y voz entrecortada; son más convincentes porque simulan que lo hacen contra su corazón, y que lo dicen con sentimiento de dolor y sin pizca de maldad".
¿Hay algún punto que nos permita establecer criterios entre estas diferentes "envidias"? Hasta ahora hemos visto una envidia "santa", en la que se desean cosas buenas alegrándonos con lo que el otro tiene y desearíamos nosotros también tener, una envidia "sana" que ayuda a crecer mirando el ejemplo de otros e impulsándonos con sus alcances, una envidia "inocua" que es un simple deseo o su expresión: "me gustaría...", y estamos descubriendo una "mala" envidia. Envidia que, precisamente por estar separada por una barrera invisible de las anteriores, no deberíamos dejar de estar atentos a revisar nuestro corazón para evitarla; así afirma Máximo el Confesor:
"Con esfuerzo detendrás la tristeza del envidioso, él considera desgracia aquello que envidia en ti y no es posible detener la tristeza de otro modo, si no lo ocultas algo. Pero si eso es provechoso a muchos, y lo entristece a él, ¿por cuál parte optarás? Es necesario ser de utilidad a muchos y no descuidar a aquel, en cuanto es posible, ni dejarse arrastrar por la malicia de la pasión, como si combatieses no contra la pasión, sino contra el que está sujeto a ella; debes, en cambio, con humildad considerarlo superior a ti y en todo tiempo, lugar y situación darle la precedencia. También tu envidia puede detenerse, si te alegras de lo que se alegra el que es envidiado por ti y si también te entristeces de lo que él se entristece, cumpliendo la palabra del Apóstol: Alégrate con los que se alegran y llora con los que lloran".
La actitud frente al otro, más que a sus bienes es lo que hace visible esa línea invisible que podemos pasar imperceptiblemente. No en vano en una larga carta sobre la envidia, san Jerónimo dice que es el pecado característico del hijo mayor de la parábola frecuentemente llamada del "hijo pródigo". Es el "mal ojo", reflejo del "mal corazón" el que nos lleva a concluir que la envidia puede llegar a desatar las peores cosas dentro del corazón y la vida humana:
"Pero a la actitud personal del pecado, a la ruptura con Dios que envilece al hombre, corresponde siempre en el plano de las relaciones interpersonales, la actitud de egoísmo, de orgullo, de ambición y envidia que generan injusticia, dominación, violencia a todos los niveles; lucha entre individuos, grupos, clases sociales y pueblos, así como corrupción, hedonismo, exacerbación del sexo y superficialidad en las relaciones mutuas (Cfr. Gál. 5,19-21). Consiguientemente se establecen situaciones de pecado que, a nivel mundial, esclavizan a tantos hombres y condicionan adversamente a la libertad de todos" (Puebla).
Un pecado terrible
Pero si hemos visto los riesgos, la facilidad en el traspaso de barreras invisibles, no podemos dejar de tener en cuenta que una vez traspasadas esas barreras, una vez desbocado el caballo de la envidia, es tan difícil, si no imposible de controlar que llega a ser el pecado paradigmático. Como hemos señalado, desde muy antiguo y hasta no hace poco, era considerado el pecado típico de Caín (así, el apócrifo judío -o quizás cristiano- “Testamento de los 12 Patriarcas”, Clemente Romano, san Agustín, san Jerónimo, san Bernardo y el Catecismo de Pio X). Hoy no suele leerse de modo "histórico" el relato del asesinato de Caín a Abel, y por remitir a tiempos originarios con un lenguaje mitológico, no se cree que presente cuestiones tan destacadas en lo ético. Sin ser este lugar para analizar el texto, señalemos que al igual que la vergüenza en Gen 3, lo que podemos llamar "envidia" en Gen 4 es una fuerza que Caín tiene y debe dominar. Más concretamente, la envidia es lo que mueve a "matar a su hermano" a los hijos de Jacob (Gen 37). En seguida presentaremos la relectura que el Testamento de los 12 Patriarcas hace de este momento, pero aquí debemos dar un paso más. La gravedad de la envidia en este aspecto es tal que se ha visto como el pecado del Diablo, ya desde Sab 2,24: "por la envidia del demonio entró la muerte", pasando por la envidia como causa de la cruz: "Pilatos sabía que lo habían entregado por envidia" (Mt 27,18), hasta a hacerlo "pecado del diablo por excelencia" (san Agustín, san Jerónimo). Veamos como -en el apócrifo citado- uno de los hermanos de José, Simeón, se arrepiente de haber entregado a José, y reconoce en la envidia la causa de esto y en el demonio su origen:
"Por aquel entonces tenía yo celos de José porque nuestro padre lo amaba, y mi cólera se afianzaba en la idea de aniquilarlo. El príncipe del error, enviándome el espíritu de la envidia, había obcecado mi mente, dispuesta a no considerarle como hermano ni a tener piedad de Jacob, mi padre. Pero su Dios y de sus padres envió a su ángel y lo salvó de mis manos".
Acá hay una intuición fundamental: si el proyecto de Dios es la fraternidad en el amor, nada hay que atente más desde lo profundo que todo aquello que quiebra esa fraternidad (“dispuesto a no considerarlo como hermano”). De la fraternidad quebrada surgen todos los desordenes en las relaciones humanas, y entonces bien podemos señalar que esa fractura es diabólica. Por eso, además del recientemente citado texto de Puebla, debemos tener en cuenta lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
"Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras".
La guerra es, sin dudas, la máxima expresión de la envidia como fractura del orden fraternal.
Notemos lo que dice una de las primeras reflexiones cristianas sobre la envidia (fines del s.I)
"De aquí nacieron envidia y malevolencia, disputa y revuelta, persecución y desorden, guerra y cautividad. Así se alzaron los sin honor contra los honrados, los sin gloria contra los ilustres, los insensatos contra los prudentes, los jóvenes contra los ancianos. Por ello, se fue lejos la justicia y la paz, pues cada cual abandonó el temor de Dios, se ofuscó en su fe y ya no camina según las normas de sus mandatos ni se comporta como conviene a Cristo, sino que cada cual camina según las pasiones de su perverso corazón, al acoger una injusta e impía envidia por la cual también la muerte entró en el mundo." (Clemente Romano, que, más adelante, llega a afirmar que por envidia murieron Pedro y Pablo)
Habíamos hablado de la envidia como un caballo desbocado. Esa es la imagen que presenta san Bernardo (escritor cristiano que ahonda con notable profundidad sobre lo que estamos reflexionando).
"Montan estos dos caballos la Soberbia y la Envidia; la Soberbia guía al Fausto y la Envidia al Poder. Lo arrastra a toda prisa el amor a las pompas diabólicas, porque su corazón se ha hinchado antes por la Soberbia. Pero el que, retenido por el temor, se mantiene inamovible en sí mismo, moderado por su gravedad, sólido por su humildad, sano por su pureza, no lo arrebatará fácilmente el soplo agradable de su vanidad. Al caballo del Poder terreno lo lleva la Envidia. Incluso lo pica sin cesar con las espuelas de los celos, con la sospecha de verse suplantado y con el miedo a sucumbir. Pues una cosa es lo que sospecha el sucesor y otra lo que teme el invasor. Y con estas dos espuelas se le excita sin parar hacia el Poder terreno: Todo esto concierne al carro de la Malicia."
Como se puede notar, del paso de una "santa" envidia, a una envidia "diabólica" estamos en una enorme gama que debemos reconocer y atender para amar la primera y aborrecer la segunda. Mientras la primera es recomendable, ésta es absolutamente detestable,. Estamos en un terreno en el que el vicio puede conducir fácilmente al pecado, hasta el punto de ser prácticamente el pecado por excelencia, el pecado casi por definición.
"El amor no es envidioso..."
La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio (S. León Magno)
No queremos dejar de señalar aquello que se nos presenta como camino a la vida. Uno que ha experimentado dentro suyo la envidia, nos presenta un camino diferente:
"Hijos míos, guárdense de los espíritus del error y de la envidia. Ésta se adueña del pensamiento entero de los hombres y no les permite comer, beber ni practicar obra buena. La envidia sugiere en todo momento la destrucción del objeto envidiado. Éste florece por doquier, pero el envidioso se marchita. Durante dos años afligí mi alma con ayunos por temor al Señor: comprendí que la liberación de la envidia sólo se procura por el temor de Dios. Si alguien se refugia en el Señor, huye de él el mal espíritu y su mente se torna más ágil. Desde ese momento simpatiza con el envidiado, no condena a los que le quieren bien y se ve así libre de la envidia" (Testamento de los 12 Patriarcas)
"En cristiano" debemos decir que una vez más, la clave para todo la presenta el amor. Jesús nos invita a alegrarnos con quien se alegra, acá esta el centro de toda cuestión (incluso el futbolístico). Paradojalmente, el envidioso debe crecer en el amor a sí mismo, en verdad y en reconocimiento de sus límites. Así, y sólo así, amandose verdaderamente, descubrirá que la envidia es lo contrario al amor.
"Como quiera que nada se opone más a la caridad que la envidia, y la madre de la envidia es la soberbia, el Señor Jesucristo, Dios y hombre, es al mismo tiempo una prueba del amor divino hacia nosotros y un ejemplo entre nosotros de humildad humana, para que nuestra más grave enfermedad sea curada por la medicina contraria. Gran miseria es, en efecto, el hombre soberbio, pero más grande misericordia es un Dios humilde”. (san Agustín)
"¿Querrían ver a Dios glorificado por ustedes? Pues bien, alégrense del progreso de su hermano y con ello Dios será glorificado por ustedes. Dios será alabado -se dirá- porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros" (san Juan Crisóstomo).
Y leemos en Juan de la Cruz:
"siempre sea amigo más de dar a otros contento que a sí mismo, y así no tendrá envidia ni propiedad acerca del prójimo. Esto se entiende en lo que fuere según perfección, porque se enoja Dios mucho contra los que no anteponen lo que a él place al beneplácito de los hombres".
La búsqueda del bien del otro (lo que causaba la envidia) es ciertamente el camino para transformar esa fuerza interior en un amor cada vez más puro. Un amor que sólo mire el crecimiento del hermano, y nos lleve a gozarnos con sus alegrías, entristecernos con sus dolores, y caminar juntos el camino de la fraternidad..
foto tomada de http://www.entremujeres.com
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