El
instinto… la vida
Eduardo
de la Serna
No sólo los animales tienen
instinto. Es evidente, aunque el de estos es fascinante. También los humanos lo
tenemos, aunque a veces se confunda con neurosis, trabas, o notas psicológicas varias.
Y creo que también un pueblo tiene instinto. Instinto que a veces puede
conducirnos como a las ballenas a quedar varados, o como los lemmings a
desbarrancarnos, o también que nos conducen por senderos de vida, a buscar lo
que nos permite sobrevivir. Ese instinto que nos permite sobrevivir es lo que
obra en la Iglesia el Espíritu Santo. Que no es habitualmente una voz o una
luz, sino un susurro suave, que permite reconocer “por aquí sí” o “por allá no”
los caminos, las voces, las personas. En lenguaje teológico a eso se lo llama “recepción”,
o también “sensus fidelium”, el sentir de los fieles. Así, el pueblo de Dios,
conducido “instintivamente” por el Espíritu Santo sabe, intuye, sospecha
caminos. Esto es algo que no necesariamente supone que haya “iluminados”
(aunque puede y podría haberlos) que lo inviten a seguirlos. Y esto vale no
solo para la no-del-todo bien llamada “jerarquía”, sino también para eventuales
“líderes carismáticos” de ayer, hoy o mañana. Será precisamente ese instinto el
que permitirá ver si el pueblo de Dios ha seguido o no los caminos. Y será la
vida la que permitirá ver, en el futuro, si lo que se ha seguido fue como los
lemmings y las ballenas o como la vida que se expande o resiste.
Un tema interesante, e imposible,
planteado en la Biblia es cómo distinguir a los verdaderos de los falsos
profetas. No hay manera, y en las Escrituras se plantean diferentes criterios,
muchos de ellos temporales o de ocasión, y otros más de fondo pero de futuro, y
que por tanto no sirven para discernir “hoy” si este profeta es verdadero o
falso. Como la vida o muerte lo es en el caso del instinto, el resultado es el
que garantizaría la fidelidad, pero – obviamente – para el muerto ya sería
tarde. Es allí donde juega un rol fundamental el “discernimiento”, que es
juicio prudencial, pero nunca seguro.
La historia de la Iglesia ha
tenido experiencia de ocasiones en que mientras los jerarcas y los teólogos
iban en una dirección, el “sentir del pueblo”, su instinto, lo llevaba por
otros rumbos y finalmente la vida floreció en este espacio repitiendo aquello
que Jesús “te alabo Padre por haber
ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los
pequeños”.
Pero muchas veces los
jerarcas se resisten a aprender (¿o a perder poder?). Era ese sentir popular el
que antaño “canonizaba” y más tarde o temprano la Iglesia lo aceptaba [durante
el primer milenio, en la Iglesia, las canonizaciones eran “populares”]. Es
cierto que cuando en el medioevo proliferaron las reliquias, llevadas hasta el
absurdo de insistir en que los ángeles llevaron la casa de la infancia de Jesús
hasta Loreto, Italia, y también la escalera que Jesús subió en su juicio y
condena, y proliferaran santos (muchos inexistentes) y reliquias hasta sin
sentido (como que haya dos casas donde “murió la Virgen María”, una en
Jerusalén y otra en Éfeso)… Esto llevó a que la jerarquía buscara impedir que
se pusiera en riesgo la fe de los fieles. Mucho dinero había en el medio (procesiones,
hospedajes, peregrinos, santuarios, reliquias…) y no era cuestión que en nombre
del dinero la fe fuera perjudicada. ¡Bien ahí! Así se empezaron a pedir datos,
elementos, criterios para poder constatar la santidad de fulanas y menganos…
Así empezaron los largos (¡y costosos!) procesos de beatificación y
canonización. Y fue desapareciendo el “instinto popular” que reconocía santas y
santos como propios. El Concilio Vaticano II nuevamente intentó acotar, poner
un cierto límite a estas beatificaciones para que aquellos que la Iglesia propone
al pueblo de Dios como camino para el encuentro con Dios fueran realmente
mojones emblemáticos para nuestro tiempo. Pero en un nuevo paso atrás al
Concilio, de los muchos, Juan Pablo II resultó un “canonizador serial”, que –
además de con eso equilibrar las finanzas vaticanas – empezó a presentar
personajes que en nada ni a casi nadie resultaba “instintivo seguir”. No hace
falta mencionar la canonización de Escrivá de Balaguer, aunque valga como
ejemplo. Pero eso no impidió, ¡no puede!, que el pueblo siguiera sintiendo como
propios aquellos que “instintivamente” veía (¡y sigue viendo!) como santos. Sus
santos. Y el pueblo ha canonizado a aquellos que son “como él”. Dejo de lado a
los que Eduardo Galeano llamó “dioses sucios”, como Maradona (coincido) o
aquellos en los que el pueblo ha canonizado “valores del reino” (como La
Difunta Correa y el Gauchito Gil), quiero simplemente – porque las fechas lo
ameritan – hacer memoria a los que el pueblo ha canonizado porque dieron su
vida “por el pueblo”. En 15 días celebraremos un año más, 41, del martirio de
Carlos Mugica (11 de mayo de 1974) y la beatificación de Óscar Romero (23 de
mayo de 2015).
Es casi risueño – por patético
– los esfuerzos que hace la derecha para negar, disimular, disfrazar o
domesticar. Y la Iglesia jerárquica (que no el pueblo) aliada sistemática de
estos intentos sigue insistiendo en no aprender. En el caso de Mugica, que lo
asesinaron los Montoneros, que “él se lo buscó”, que “el que siembra vientos,
recoge tempestades”, y luego que era “un hombre de Dios” (cosa que le negaban
en vida); en el caso de Romero, que era “subversivo”, que “en algo andaba” y
luego que “era un hombre de Dios” (cosa que también le negaron en vida). Es casi
gracioso ver que hoy la cúpula eclesial quiere aparecer del lado de los
mártires que entonces negó y a los que hostigó: las denuncias del episcopado
salvadoreño contra Romero, la indiferencia del Papa, el envío como “visitador
papal” del obispo Quarraccino (que defenestró a Romero, algo que pudo ser
salvado gracias a la intervención del cardenal Lorscheider) y hoy, luego del
aturdidor clamor popular, decir que “no era” esto o aquello que siempre le
criticaron en vida. ¿O no es verdad que cuando el cardenal van Tuan predicó en
el año 2000 al Papa y la Curia Romana y mencionó a Romero como uno de los
testigos de la fe de los tiempos contemporáneos fue criticado por los
cardenales latinoamericanos de la curia hasta tal punto que cuando los
ejercicios fueron publicados desapareció toda mención al “subversivo”? ¿O no es
verdad que sólo con Pironio Romero encontró consuelo cuando fue a la curia
romana en la que fue vapuleado por los curiales y “ninguneado” por el Papa? ¿O
no es verdad que cuando pudieron escribir – Jesús Delgado mediante – una “historia
oficial” pudieron avanzar en la beatificación que el pueblo ya había concretado
desde 1980? Y lo mismo podría decirse de Mugica, en nuestros días, apareciendo
como un casi piadoso “cura villero”.
Pero lo cierto es que podrán
domesticar, podrán negar o enmascarar a los que de otra manera no
beatificarían. Podrán. Pero el instinto del pueblo de Dios sabe, siente,
intuye. Como supo con Angelelli, mártir negado; como sabe con Romero, con
Mugica y con tantos otros. Sabe, con popular sabiduría. Sabiduría que no se
expresa en libros, en conferencias o academias sino en altares, en estampas, en
latidos de un corazón que está en sin-tonía (sym-pathía) con las cosas de Dios
y de aquellos que supieron hacer suyo el instinto del pueblo, que supieron
poner un oído en el Evangelio y otro en el corazón del pueblo, para escuchar
sus latidos, para vibrar con sus sentimientos, para hacer suya su causa. Vicenzo Paglia, el postulador de la causa de Romero afirmó
sensatamente: “Romero no necesita ser beatificado… ¡lo necesitamos nosotros!”
Pero no el pueblo, que ya lo había beatificado, por cierto. La jerarquía lo
necesita, para saber cómo ser obispos en América Latina, lástima que tantos y
tantas veces pongan su ideología por delante y en muchos casos, parezcan estar
beatificando a otro.
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