Finalmente, otra osadía paulina, el viaje final
Eduardo de la Serna
A lo largo de
diferentes artículos hemos intentado mostrar que Pablo logra profundizar de un
modo notable la novedad aportada por Jesucristo, y que se lanza de un modo
“osado” por el mundo, sin tener en cuenta –o superándolas- las barreras culturales, sociales, religiosas
y políticas de su ambiente, y franqueándolas todas las veces que lo ve
necesario. Quizás podamos decir -sin embargo- que en muchas cosas, Pablo
fracasó, pero también supo mirar su fracaso a la luz de la cruz de Cristo, y
entonces lo vio como una siembra de la que Dios mismo se ocuparía de sacar fruto
(1 Cor 3,7).
Por algún motivo que
desconocemos, él cree que ya no tiene nada que hacer en la zona por la que
evangelizaba (en torno al mar Egeo; ver Rom 15,23), y en otros lados ya había otros
evangelizadores, por lo cual no era necesaria su presencia en esas regiones
(Rom 15,20), de allí que decida algo muy osado y aventurero: llevar el
Evangelio a España (Rom 15,24).
Pero España no era
tierra fácil. Los romanos la habían dominado y tenían allí importantes
guarniciones, aunque los habitantes se negaban tercamente a aceptar la cultura
impuesta: no ponían nombres latinos a sus lugares ni a sus hijos, eran
verdaderamente “bárbaros”.
¿Cómo se podría entrar
en ese territorio pagano, entonces?
Veamos un poco de
historia. Según las fechas tradicionales que se atribuyen a las cartas de
Pablo, las más importantes se escriben siendo Nerón emperador de Roma; él comenzó
-a los 16 años de edad- a fines del año 54 sucediendo a su tío Claudio. Además
de su madre, su gran inspirador en los primeros años de su gobierno fue el
filósofo Séneca, nacido precisamente ¡en España! Las relaciones entre todos
ellos se complicaron luego en todos los sentidos imaginables, pero esto no es
el caso de analizar ahora. Lo que importa es que entre Roma y España hay una
interesante relación. Pero, digámoslo: entre Roma y “cierta” España; no con los
“bárbaros”, evidentemente. Para decirlo claramente, a los únicos “otros” que
los romanos reconocían y “valoraban” era a los griegos, todos los demás, eran
como “bestias”. Pero de igual modo, en el terreno religioso, los judíos tenían
una concepción similar: ellos eran “santos”, o “hijos” (de Dios), y “todos los
demás” eran “paganos”, o “perros” (ver Mc 7,27; Fil 3,2).
Precisamente la “pedagogía de la cruz” de Pablo, la misma que lo lleva a
saberse débil y poca cosa (1 Cor 2,1-3), lo lleva a mirar a los bárbaros y a
los paganos como los destinatarios necesarios del Evangelio (Rom 1,14.16). En
realidad, si el objetivo de Pablo es que esta buena Noticia llegue a todos, y para
que “todos” se sientan y sepan convocados, se debe ir a los últimos. Una mesa
sólo será para todos si los últimos se sienten invitados. Ciertamente esto
suele provocar que los “primeros” se sientan excluidos (Mc 10,31; Mt 20,16; Lc
13,30), pero precisamente porque se niegan a participar de la mesa de “esos que
no son como-yo”, sean estos “publicanos y pecadores”, o sean “bárbaros y
paganos”. En este caso, la mesa es para todos, pero existen algunos que se
“auto-excluyen”, lo que es diferente a las mesas de “pocos” a las que “muchos”
no son ni siquiera convocados.
Todo parece indicar que
Pablo no conoce a nadie en España y por eso escribe a los romanos para que
estos lo orienten cómo llegar (y a quiénes llegar), y probablemente también que
financien su viaje y además que alguien que sepa latín los acompañe (Rom
15,24). Recordemos que si bien los campesinos de cada lugar solían hablar la
lengua propia el lugar, en las ciudades del imperio -y recordemos que Pablo es un
gran predicador 'urbano'- era frecuente que se conociera el griego en oriente
(como en Palestina) y el latín en occidente (como en España).
No sabemos si Pablo
logró su propósito, no sabemos cómo fue a Roma, ni qué ocurrió allí. Pero sea
como fuere, no podemos dejar de tener en cuenta la enorme osadía que esto
significa: estar firmemente decidido a ir a una tierra totalmente extraña,
estar dispuesto a nuevos rechazos, pasar previamente por Roma donde no es
improbable que tuviera una imagen -al menos en algunos- bastante negativa (es
posible que los judíos de Roma tuvieran una muy estrecha relación con las
comunidades de Jerusalén, por lo que no es extraño que la imagen de Pablo allí
fuera muy cuestionada por influencia de estos; ver Rom 3,7-8). Es muy probable
que Pablo fuera finalmente a Roma. Según Hechos, aunque algunos lo dudan, fue
llevado prisionero. Muchos datos llevan a suponer que murió allí, quizás
mártir. Pero lo importante para nuestra reflexión es que Pablo, aún rodeado de
fracasos, de adversarios, de circunstancias sumamente adversas, no teme seguir
adentrándose en los caminos de fidelidad a la novedad permanente del Evangelio
de Jesús.
Una Iglesia
habitualmente acostumbrada a las comodidades, los aplausos, los reconocimientos
públicos, haría mucho bien en mirar la figura, el ejemplo y el entusiasmo
evangelizador de Pablo y sin preocuparse por las adversidades y dificultades
que encuentre a su alrededor, lanzarse por el mundo con su misma osadía..
Foto tomada de eltablerodepiedra.blogspot.com
y de http://www.tesorillo.com/altoimperio/neron/neron4.jpg
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