sábado, 19 de diciembre de 2015

Domesticando las cosas de Dios

Domesticando las cosas de Dios


Eduardo de la Serna



Domesticar algo, una mascota por ejemplo, es hacerla de la “domus”, es dejarla entrar en casa. El animal en cuestión aprende a moverse por la casa sin molestar, o aun, interactuando con los habitantes. Ese tal animal ha olvidado, o acomodado sus hábitos “salvajes”, o silvestres para convivir en otro ámbito.

No deja de ser interesante el hecho frecuente de confundir “mi gusto” por tal o cual animal con su capacidad – o incapacidad – de habituarse a la casa. La mayoría de los animales no son domésticos aunque algunos insistan en tenerlos, y convencerse que el animalito está a gusto, simplemente porque yo lo estoy. 

Pero no son sólo animales los que intentamos domesticar. Si algo caracteriza a Dios es que, precisamente por serlo, siempre es mayor que cualquier “casa” (mayor aun que la Iglesia, “casa de Dios”). Pero resulta hasta comprensible que los seres humanos intentemos acomodar a Dios a nuestra vida, a nuestros hábitos, a nuestra “casa”. Y lo hemos hecho con la imagen de Dios (siempre muy parecido a nosotros mismos, o “a nuestra imagen y semejanza”), con los sacramentos (que sabemos como “manipularlos”, y se ha de hacer esto o lo otro para que suceda aquello o lo de más allá), y también con los santos.

Así, tal o cual santo o santa pasa a tener las mismas características, cualidades y normas que “tenemos en casa”. Y de ese modo puede entrar y pasearse por casa tranquilamente, sin molestarnos no sea cosa que entre en nuestro hogar con sus cosas “exóticas”. 

Claro que algunos pensamos que una de las cosas más fascinantes que Dios hace es desacomodarnos, sacarnos a la intemperie, molestarnos, si se quiere. Para que aprendamos a acomodarnos a las cosas de Dios y no a las tantas cosas que encontramos en casa y hacen que sea incómodo salir hacia el “mundo”, o hacia los demás. 

Es razonable – que no bueno – ver cómo se intenta habitualmente domesticar a los santos. Mostrarlos como buenos habitantes de la casa es quedarnos tranquilos. Y – también un poco – canonizar de esa manera nuestro propio modo de vida. Creo que difícilmente haya un santo o santa que no se quiera domesticar. Y obviamente creo que lo mismo se intentará (y ya se intenta, sin duda alguna) con Oscar Arnulfo Romero. Así la cosa será mostrarlo como un buen habitante de esta casa de Dios en la cual estamos. Es más, creo que la demora en hacerlo fue causada por lo difícil que esto resultaba.

Pero así como en aquellos animales que no son domésticos en algún momento de una u otra manera aflora una fuerza interior indomesticable que llamamos “instinto”, creo que en los santos esa fuerza interior se llama Espíritu Santo. Creo que intentar domesticar el Espíritu Santo, ese que ‘no sabemos de dónde viene ni a donde va’, ese que ‘hace nuevas todas las cosas’, intentar domesticarlo es lisa y llanamente idolatría. Mirar algunos santos (y no me refiero a aquellos que estaban domesticados antes de empezar, porque los hay sin duda) implica mirar aquello en lo que el Espíritu aflora, que siempre (¡siempre!, por definición) será mucho – infinitamente – más grande que toda la Iglesia. 

Sin duda será frecuente pretender mostrar qué tan bien adecuado a la casa está tal santa o tal santo, pero siempre será cosa de dejar aflorar el Espíritu, ese instinto por el que ella o él supieron dejarse conducir en la vida. Y mirando ese instinto vital del santo indomesticable aprender a escuchar qué partes de la casa debemos remodelar, cuales edificar o tirar abajo o simplemente dejar a la intemperie para que el mundo las vea tal como son.


Foto tomada de www.historiayarqueologia.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario