Domesticando las cosas de Dios
Eduardo de la Serna
Domesticar algo, una mascota por ejemplo, es hacerla
de la “domus”, es dejarla entrar en
casa. El animal en cuestión aprende a moverse por la casa sin molestar, o aun,
interactuando con los habitantes. Ese tal animal ha olvidado, o acomodado sus hábitos
“salvajes”, o silvestres para convivir en otro ámbito.
No deja de ser interesante el hecho frecuente de
confundir “mi gusto” por tal o cual animal con su capacidad – o incapacidad –
de habituarse a la casa. La mayoría de los animales no son domésticos aunque
algunos insistan en tenerlos, y convencerse que el animalito está a gusto, simplemente
porque yo lo estoy.
Pero no son sólo animales los que intentamos
domesticar. Si algo caracteriza a Dios es que, precisamente por serlo, siempre
es mayor que cualquier “casa” (mayor aun que la Iglesia, “casa de Dios”). Pero
resulta hasta comprensible que los seres humanos intentemos acomodar a Dios a
nuestra vida, a nuestros hábitos, a nuestra “casa”. Y lo hemos hecho con la imagen de Dios (siempre muy parecido a
nosotros mismos, o “a nuestra imagen y semejanza”), con los sacramentos (que
sabemos como “manipularlos”, y se ha de hacer esto o lo otro para que suceda
aquello o lo de más allá), y también con los santos.
Así, tal o cual santo o santa pasa a tener las
mismas características, cualidades y normas que “tenemos en casa”. Y de ese
modo puede entrar y pasearse por casa tranquilamente, sin molestarnos no sea
cosa que entre en nuestro hogar con sus cosas “exóticas”.
Claro que algunos pensamos que una de las cosas más
fascinantes que Dios hace es desacomodarnos, sacarnos a la intemperie,
molestarnos, si se quiere. Para que aprendamos a acomodarnos a las cosas de
Dios y no a las tantas cosas que encontramos en casa y hacen que sea incómodo
salir hacia el “mundo”, o hacia los demás.
Es razonable – que no bueno – ver cómo se intenta
habitualmente domesticar a los santos. Mostrarlos como buenos habitantes de la
casa es quedarnos tranquilos. Y – también un poco – canonizar de esa manera nuestro
propio modo de vida. Creo que difícilmente haya un santo o santa que no se
quiera domesticar. Y obviamente creo que lo mismo se intentará (y ya se
intenta, sin duda alguna) con Oscar Arnulfo Romero. Así la cosa será mostrarlo
como un buen habitante de esta casa de Dios en la cual estamos. Es más, creo
que la demora en hacerlo fue causada por lo difícil que esto resultaba.
Pero así como en aquellos animales que no son
domésticos en algún momento de una u otra manera aflora una fuerza interior
indomesticable que llamamos “instinto”, creo que en los santos esa fuerza
interior se llama Espíritu Santo. Creo que intentar domesticar el Espíritu
Santo, ese que ‘no sabemos de dónde viene ni a donde va’, ese que ‘hace nuevas
todas las cosas’, intentar domesticarlo es lisa y llanamente idolatría. Mirar algunos santos (y no me
refiero a aquellos que estaban domesticados antes de empezar, porque los hay
sin duda) implica mirar aquello en lo que el Espíritu aflora, que siempre
(¡siempre!, por definición) será mucho – infinitamente – más grande que toda la
Iglesia.
Sin duda será frecuente pretender mostrar qué tan
bien adecuado a la casa está tal santa o tal santo, pero siempre será cosa de
dejar aflorar el Espíritu, ese instinto por el que ella o él supieron dejarse
conducir en la vida. Y mirando ese instinto vital del santo indomesticable
aprender a escuchar qué partes de la casa debemos remodelar, cuales edificar o
tirar abajo o simplemente dejar a la intemperie para que el mundo las vea tal
como son.
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