La novedad del bautismo
Eduardo
de la Serna
En el judaísmo del siglo I, había
diferentes actitudes frente a los extranjeros. En el año 70 -cuando los romanos
destruyen Jerusalén y el Templo- la situación se agrava; pero en esta nota nos
detendremos sólo en el período anterior a este acontecimiento.
Había algunos judíos que eran bien tolerantes, o incluso había quienes buscaban
convertir a algunos, a los que llamarán prosélitos
(Mt 23,15); otros, en cambio, los desprecian profundamente: los llaman “impuros”, y hasta “perros”, (Fil 3,2). Para los judíos seguidores de Cristo, tampoco
era fácil la situación; y no parece haberlo sido nunca en todo el movimiento de
Jesús. Sí es probable que todos tuvieran una actitud abierta y receptiva, pero
mientras algunos estaban dispuestos a recibirlos en el judaísmo, con una
purificación y la circuncisión mediante, otros -en un impulso dado desde la
comunidad de Antioquía, según parece- consideran que con la plena unión con
Cristo que provoca el Bautismo, este es suficiente para lograr el acceso a la
comunidad de Dios y ya no hace falta nada más.
Para
los judíos, es la circuncisión
la que los hace “hermanos”. Este término está cargado de contenido para
los judíos:
“hermanos” son los miembros de la “asamblea” (Sal 22 [21] 23); en el
caso de
los prosélitos, es decir, los paganos convertidos al judaísmo, se los
considera
“hermanos menores”, como los niños circuncidados hasta que se vuelven
“hijos de
la ley”, pero son hermanos al fin (aunque algunos judíos como los del
Mar
Muerto tienen hacia ellos una actitud bastante más rígida y de rechazo
que
otros, como es el caso de los fariseos). Es bueno recordar que en el
judaísmo de antes del 70 no había una concepción uniforme, sino más bien
había "judaísmos".
Para muchos seguidores de Jesús -y
Pablo es un abanderado de esto- el bautismo es suficiente, y por lo tanto nos
hace “hermanos”. Ya hemos señalado en notas anteriores que el bautismo iguala a
esclavos y libres, mujeres y varones, judíos y paganos (Gal 3,27-28); el caso
de la mujer es emblemático: mientras la circuncisión introduce sólo al varón al
pueblo de Dios, el bautismo incorpora plenamente también a la mujer a este
grupo.
Pero esto no es fácil de aceptar por
muchos seguidores de Jesús que consideran que se está relativizando una
institución tan importante de Israel como la circuncisión; y lo mismo se teme
que ocurra con el Templo, ya que en ellos se afirmaba que “Cristo murió por nuestros
pecados” (1 Cor 15,3), con lo que el Templo perdería así gran parte de su importancia.
Es fácil -por lo tanto- comprender por qué algunos judíos de Palestina
persiguieron con violencia a los judíos seguidores de Jesús provenientes del
ambiente pagano.
La novedad absoluta que dan estos
seguidores de Jesús al bautismo, es el punto de partida para comprender no
solamente el conflicto (que acompañará a Pablo en todo su ministerio), sino
también el sentido evangelizador. Veamos, para ejemplificar esto, un elemento
principal: ser “hijos de Dios”.
Los judíos se sabían, como pueblo
elegido, “hijos de Dios” (Ex 4,22; Os 11,1); esa filiación surge, ciertamente,
de una adopción de parte de Dios, no de algo “natural”, pero es un sello del
pueblo. En realidad, el término “hijo de Dios” era ambiguo. Los pueblos vecinos
veían con frecuencia al rey como un hijo de la divinidad, y el faraón era el
caso más evidente. La teología judía, aún la más funcional al rey, no podía
avanzar tanto. De allí que se llegue a afirmar que Dios “recibe” como hijo al
rey en el momento de su coronación (2 Sam 7,14; Sal 2,7). En otras corrientes
-más cercana a la lectura apocalíptica- ven a los ángeles como hijos de Dios,
en especial releyendo textos como Gen 6,1-4. Precisamente esta ambigüedad del término
permitirá afirmar que, como descendiente de David, Jesús es hijo, pero -a su
vez- al ser resucitado por Dios, es “hecho hijo” de un modo nuevo (Rom 1,3-4).
De este modo, el término adquiere novedad. Puesto que el bautismo nos “sumerge”
(recordar que “bautismo” es un término griego que significa “sumergir”) «en
Cristo», somos, como él, hijos. El bautismo, en cierto modo, nos introduce en
la resurrección de Jesús, y -por tanto- de algún modo “ya” participamos de una
novedad aunque “todavía no” hayamos resucitado (Rom 6,3-4). Por esta unión con “el
hijo” Jesús, somos también, en cierta manera, “hijos” y podemos llamar a Dios
-como él lo hacía- “abbá”, papá (Gal 4,6; Rom 8,15). Los paganos que reciben el
bautismo, entonces, son también ellos “hijos de Dios”, como lo son los judíos.
Y participan, por tanto, de las bendiciones que Dios ha otorgado a su pueblo
(Rom 9,4-5). Deben, por tanto -así lo afirma Pablo- ser recibidos y reconocidos
como plenamente hermanos.
Siendo el bautismo el paso primero
en la incorporación en el pueblo de Dios, no estaría mal preguntarnos con qué
autoridad a veces se niega el bautismo a quienes lo piden; o la pertinencia de
cientos de exigencias a veces imposibles de cumplir para la gente sencilla. Si
el bautismo nos hace “hijos” por estar unidos “al Hijo”, no está mal recordar
el texto:
«Yo me rebelo contra las "religiones" que hacen agachar la frente de los hombres y el alma de los pueblos. Eso no puede ser religión. La religión debe levantar la cabeza de los hombres... Yo admiro a la religión que puede hacerle decir a un humilde trabajador frente a un emperador: ¡Yo soy lo mismo que Ud., hijo de Dios!» (Evita Perón)
Foto tomada de http://www.panoramio.com/photo/46053518
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