La gratuidad, una nueva osadía de Pablo
Eduardo
de la Serna
Para nuestra mentalidad contemporánea,
en más de un tema, se nos hace bastante
difícil entender o ponernos en el lugar de los autores y destinatarios del
mundo antiguo. Son dos mundos muy diferentes, y no sólo en lo que a la ciencia
y la técnica se refiere. También en el modo de relacionarnos entre nosotros,
con la naturaleza y con Dios. Hay muchas cosas que hoy vemos como normales o
habituales, pero son impensadas o casi revolucionarias de buscarlas en aquel
tiempo. En notas anteriores, las hemos calificado como “osadía de Pablo”, y
todavía quedan nuevos capítulos en esta historia.
En el mundo mediterráneo -y esto es
particularmente importante en el Imperio romano- se valora sobremanera el “honor”. Este es el “valor” que una persona o un conjunto humano tiene a los ojos de los
demás (en griego, “honor” y “valor” se dicen con el mismo término, timé).
Este honor no está dado necesariamente por la situación económica, o “clase
social”, sino por una serie de elementos: el oficio o rango, por ejemplo, es
fundamental, se trate o no de un oficio económicamente provechoso; es el caso
evidente de algunos oficios altamente redituables como los “recaudadores de
impuestos”, o “cobradores de peaje” (los “publicanos) eran muy mal “valorados”
en Israel (ver, por ejemplo Mt 21,31). Como es fácil imaginar, esto supone una
gran visibilidad pública de la persona o el grupo, de allí que importe mucho el
“qué dirán”, o “con quién andas” (ver Lc 7,34). Si una persona se reúne con
personas de bajo honor es porque él asume públicamente que su honor se le
asemeja al de aquellos. Por eso, los grupos de alto honor jamás “se juntan” con
los de escasa honorabilidad. Los “des-precian”, los “des-valoran” (Lc 14,7-11).
Que Jesús se relacione con pobres, mujeres y niños lo transforma a los ojos de
todos en una persona de bajísimo honor; y que en su grupo de discípulos tenga
publicanos (Mc 2,13-14) y discípulas (Lc 8,1-3) muestra también cómo se “valora”
socialmente este grupo (Mc 2,16; Lc 15,2). Jesús quiere mostrar que para que su
mensaje sea verdaderamente “para todos”, para “las ovejas perdidas del pueblo
de Israel” (Mt 10,6), las “ovejas sin pastor” (Mt 9,36), debe empezar por
dirigirse a los últimos, estos son quienes deben sentirse “en casa” en esta
predicación y en esta comunidad, el Israel renovado. La mesa para todos es la
mesa que no excluye a nadie; una mesa de la que sólo se auto-excluye aquel que
no acepta participar de la comida con “esos que no valen” (Lc 5,33).
En continuidad con el ejemplo y la
praxis de Jesús, Pablo mantiene esta actitud. Un ejemplo más que evidente de
esto es su insistencia en su trabajo manual. Una sociedad para la que el
trabajo era algo propio de los esclavos mientras que lo propio de los “amos” es filosofar, o guerrear, no podría
valorar como “sabio” a un predicador que trabaja con sus manos para mantenerse.
Trabajar –en aquel ambiente greco-romano- es propio de tener bajo honor, y el
trabajador no puede pretender aparecer a los ojos de la sociedad como “valioso”.
Más cuando en algunas comunidades había quienes tenían buen pasar y podían
sostener económicamente al apóstol. Esto es particularmente importante en
Corinto, ciudad donde hasta el ecónomo de la ciudad pertenece al grupo
cristiano (Rom 16,23), y comunidad en la que Pablo insiste más vehementemente
que en las demás en que él elige trabajar (2 Cor 12,13) y no va a dejar de
hacerlo (12,14). Esta sociedad da mucho valor a la “retribución”, a “ser agradecido” con quien ha manifestado públicamente
su honor convidándonos con una gran cena (ver Lc 14,12-14), o ayudándonos económicamente.
Lo que corresponde es una actitud de gratitud,
de invitarlo a una cena más importante todavía, o retribuir sus favores más
ostensiblemente aún, y lo más visiblemente posible. Y es esto lo que Pablo expresamente
busca evitar. Él hace suyo un vocabulario más popular que intelectual (aunque
quizás –por su formación- sea un lenguaje que comprenda bien), toma sistemáticamente
partido por los débiles (Rom 14,1-6; ver 1 Cor 8,1-13), y por los pobres (1 Cor
11,21-22). En este sentido, siguiendo claramente la predicación de Jesús, Pablo
sabe romper el esquema de la “gratitud”
proponiendo en cambio un esquema de “gratuidad”.
Trabaja para que se vea claramente que predica “gratuitamente” (1 Cor 9,18), que sólo pretende dar, sin esperar
recibir; que “todo es gracia”. Pablo no se guía con el esquema mercantil de “dar y recibir”, que termina siendo idolátrico,
sino con el de “gastarse y desgastarse”
(término que debe entenderse económicamente; 2 Cor 12,15). La “gracia” para
Pablo es un don gratuito, inmerecido, de Dios a la humanidad. No un “pago”,
sino un “abajamiento”. Dios nos ama siendo pecadores (Rom 5,8), de él es la
iniciativa gratuita del perdón y el amor. Y Pablo pretende actuar en su vida y
en su ministerio, de la misma manera. Y proponerlo como vida para todos.
Nuestra sociedad se ha vuelto
incapaz de entender o de “valorar” la gratuidad, tan acostumbrados como estamos
al “dios mercado”, al “liberalismo”, tan habituados a “dar para recibir”, que
lo gratuito parece “barato”, se “des-precia”. A lo mejor deberíamos aprender de
la osadía paulina, y aventurarnos en el mundo de la gratuidad. A lo mejor los últimos
y despreciados de la historia y de nuestra sociedad tengan mucho para enseñarnos.
Y lo harán gratuitamente.
Dibujo tomado de:
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