A propósito de un libro sobre Pancho Soares
Eduardo de la Serna
Como de tantos y tantas que, sin
embargo, recordamos al hacer memoria, de Pancho Soares sabía poco. Sabía que
había sido asesinado poco antes de empezar el genocidio de la dictadura
cívico-militar, sabía que era cura en la zona de Tigre, más precisamente
Carupá, y poco más.
Hace tiempo conocí y compartimos
muchas cosas con Miguel Calvo, que fuera párroco en la parroquia donde Pancho
había estado, y actualmente es párroco mi amigo Jorge, con lo cual más o menos,
algo sabía y no me era indiferente. Sabía también que Jorge habló con León Gieco
sobre los 40 años de su asesinato que se cumplirán el 13 de febrero de 2016 a
lo que León le dijo: “¡tenemos que hacer algo!”
Cuando hace pocos días Jorge me
dijo que se presentaría un libro sobre Pancho, con dudas, lo reconozco, fuimos.
El libro fue presentado por los obispos Jorge Casaretto, emérito de San Isidro
y Oscar Ojea, actual titular de la diócesis. Luego habló el autor, el pbro. Pedro
Oeyen. No comentaré esta presentación. No lo merece. Hasta creo que Pancho no
la merecía. Pero quisiera destacar algunas cosas que me llaman la atención del
libro.
Este se titula «Sangre en la
Iglesia. Vida y muerte de Pancho Soares, cura obrero», editorial PPC, Buenos
Aires, octubre de 2014, 336 pags. Pertenece a la colección “Actualidad” de la
que – se dijo – es el primer libro, se supone de futuros intentos. Intenta
estar bien documentado, reconociendo – en ocasiones –que faltan materiales,
textos, grabaciones, en algunos casos que hubieran sido indispensables para una
mejor comprensión, pero, sencillamente, no se tienen (y en muchos casos, los
motivos huelgan), como es el caso de la homilía en el responso de los obreros Héctor
Echeverría. Luis Cabrera, delegados gremiales de astilleros de Tigre, y Rosa
María Casariego, esposa de este último pronunciada ¡3 días antes del asesinato
de Pancho!
El libro está articulado en 4
grandes partes: su infancia, juventud y vida en la congregación de los
asuncionistas (págs. 9 – 129), su ingreso a la diócesis de San Isidro hasta el cierre
de la fábrica de cerámicas (Comunidad Juan XXIII) donde trabajaba (págs. 133 – 221),
el apartado titulado “Tiempos de violencia y muerte”, extrañamente comenzado
por un capítulo sobre el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (págs.
225 – 294) y las repercusiones de su vida y muerte (págs. 297 – 334). Como es
razonable, los diferentes momentos son ubicados en su contexto histórico (al
que el obispo Casaretto en la presentación del libro calificó de “objetivo”, ya
que “así fueron las cosas”).
Sin hacer referencia a algunos
detalles (hay errores de redacción en varias ocasiones que un corrector
editorial hubiera podido subsanar), hay repeticiones de ideas o textos, y hasta
algunos saltos cronológicos o temáticos que confunden, y hasta algún error; teniendo
esto en cuenta, me permito algunos comentarios a la etapa de cura diocesano de
Pancho Soares y el comentario del autor:
1.- Constantemente, y hasta en
ocasiones y circunstancias innecesarias se insiste en que Pancho Soares “no fue
guerrillero”, que no optó “por la violencia”, tanto que se puede dudar si el
autor no quiere convencerse a sí mismo, o si piensa en destinatarios para los
que “si lo mataron, en algo andaría”.
2.- Llama la atención que en las
frecuentes crisis de Pancho en relación a sus superiores, tanto asuncionistas
como el obispo, está totalmente ausente cualquier mirada crítica a las
autoridades por parte del autor. Todas las crisis parecen tener en Pancho la
responsabilidad, incluso en ocasiones de modo duro [“terminó echándole la culpa
de todo a sus superiores (tentación frecuente en los religiosos cuando sus proyectos
no se realizan)” (p.103); “esta carta y la anterior muestran un estado de ánimo
muy alterado” (p.123); en su relación con el obispo “el P. Soares cometió
varios errores” (p.157); “incoherente” (p.190)].
3.- Las relaciones del obispo de
San Isidro con los curas obreros es presentada casi como una caricatura (del
mismo modo que toda referencia al marxismo, que parece nutrida de pobres
estereotipos). En el análisis de las tensiones se hacen comentarios cuando hay “faltas”
de los curas obreros, pero nada se comenta al citar textos del obispo, siendo
que en muchas ocasiones lo ameritarían. Incluso cuando hay conflictos con “buenos
sacerdotes” se señala que eso fue frecuente también en otras diócesis (p.184).
4.- Ciertas actitudes de algunos
son calificadas de “contestatarias” y movidas por “ideologías”, como si hubiera
alguien sin “ideología” (p.185). Las referencias a la actitud de la Iglesia
sobre la “violencia” deben enmarcarse en lo dicho antes, sobre que no estaba en
la guerrilla, y – además – comentada o señalada con pobreza y no exactitud
(como se ve en la contradicción entre lo que afirma sobre Populorum Progressio
y la violencia en p.207 que se contraría en p.237).
5.- El texto en general parece
fácilmente enmarcado en la llamada “teoría de los dos demonios”, como se ve ya
desde su comentario al post-concilio y el contraste entre Lefebvre y aquellos
que ponen el marxismo por sobre el Evangelio (sic, p.205). Parece estar
motivado por una preocupación por lo que ciertos sectores califican de “horizontalismo”
ya que al hablar de Medellín y la liberación, con el clásico “pero” alude a los
que la limitan a lo socioeconómico o los que “derivaron en la lucha armada” (p.209);
algo semejante ocurre al hablar de “San Miguel” (documento de la Conferencia
Episcopal Argentina que busco la aplicación de los documentos de Medellín,
1969) diciendo que la polémica sobre el sentido de “… ‘pueblo’ esterilizó su
potencial” (p.211) especialmente porque los radicalizados llamaban “pueblo” a
un sector (los pobres, los peronistas o los revolucionarios) mientras el resto
era “antipueblo” (p.212). Otro ejemplo de su “dualismo” es la comparación sobre
la obra de Gustavo Gutiérrez (mal citado el título) destacando los “errores
iniciales” luego corregidos, y citando a continuación la obra de Carlos
Sacheri, representante del ala más recalcitrante del catolicismo
ultraconservador (p.232). En p.261 afirma que “La proclamada violencia
revolucionaria no había generado la liberación sino sólo una violencia mayor”
(el “Proceso”).
6.- Como se dijo,
sorprendentemente después de hablar de Medellín (cap.25) y de San Miguel (cap.
26) con el paréntesis del cierre de la fábrica (cap. 27) pasa a hablar del
Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, pero esto ya en el tercer
bloque, el referido a la violencia. La referencia al MSTM es realmente muy
pobre, mal informada, con errores importantes, distorsionada y – por momentos –
tendenciosa. “Es necesario aclarar (¿por qué? ¿Para quién?) que, al menos en un
comienzo (sic), en la mayor parte de los casos no se trataba de una opción
política sino de responder a lo que Dios y la Iglesia pedían” (p.227). Señala
que no hay documentos que prueben fehacientemente el contacto de Pancho con el
MSTM o con algunos de sus miembros aunque “es probable” que los haya mantenido “al
menos por un tiempo” (¿?) (p.239).
7.- Al análisis del peronismo
(1973-1976) es de una pobreza preocupante, con notables imprecisiones, como
también lo es el asesinato de Carlos Mugica. Por ejemplo es muy infeliz la
frase que “luego de la muerte de Perón, el 1º de julio de 1974, sobrevino un
período de inestabilidad y el 24 de marzo de 1976, el comienzo del llamado
Proceso de reorganización nacional dio piedra libre al exilio de los que
quedaban con vida (sic)” (p.236); o su análisis de la Juventud Peronista
(p.244), o de la “masacre de Ezeiza” (p.259). La pobreza del análisis en este
punto, y al hablar de las guerrillas (pp.249-255. 257; sus referencias al ERP
son realmente sorprendentes, p.e. cf. p.253 y 260), lo llevan al miedo que
hemos destacado de insistir temerosamente en que rechazaba la violencia y que “quien
afirme lo contrario no lo conoció, está mal informado o pretende
intencionadamente torcer su pensamiento” (p.247). En este lugar comente un
importante error histórico al referir al P. Alberto Carbone y luego a Carlos
Mugica con una sorprendente pobreza, desconocimiento (que le había sido
advertido al autor) (pp.254-255).
8.- El cap. 33 se titula “El cura
montonero” (pp.263-268) y se dedica a Jorge Adur, asuncionista como Pancho lo
había sido. No se entiende este punto si no es en el intento de contrastarlos.
Señala que entre los que participaban de los grupos de Adur hubo “muertos y
desaparecidos” (p.265) pero en p. 326 lo mismo se afirma de gente – no mencionada
– de la capilla de Carupá. El análisis debería ser bastante más serio y
profundo (y bastante más “desideologizado”, si se quiere): por ejemplo, afirma
que Adur pertenecía a Montoneros desde 1968 (p.267) luego de haber señalado que
estos nacieron en 1970 (p.253). Pero ese temor constante del autor se
manifiesta claramente al señalar que Pancho celebró el responso y predicó a
causa de la muerte de los dos delegados sindicales de los astilleros de Tigre y
afirma que “su sola presencia allí ya era peligrosa, pues podían pensar que se
identificaba ideológicamente (sic) con los muertos” (p.282). La referencia a
que “Titi” y “Huesito”, sobrenombres de los dirigentes gremiales asesinados
eran sus “nombres de guerra” (p.303) parece ignorante, o tendencioso. Nada
parece indicarlo.
9.- Que su cuerpo haya sido
sepultado y luego, por falta de pago, llevado a osario general (luego cremado
en el CEAMSE) desmiente que “la Iglesia Católica” haya sido la “única” que
rescató la memoria de Pancho (p.313). Ninguna organización “guerrillera” lo
reivindicó (sic) (p.297); la referencia de Casaretto al “perdón” como
justificativo de la falta de investigación de los autores y responsables del
crimen (p. 301. 313) es realmente muy pobre. Y “justificativo” de que la
jerarquía eclesial se desentendió de la muerte y de la justicia por el
asesinato de Pancho Soares. Si se destaca que el p. Anibal Filippini reza todos
los días “para que no se pierda la memoria de Pancho” y que ve este libro como
una respuesta a sus oraciones (p.324), es indicio evidente que la Iglesia
Católica (jerárquica) se desentendió precisamente de la memoria de Pancho.
10.- Es llamativa la insistencia
en hablar de cuando “murió” o a lo sumo de “muerte trágica” siendo muy pocas
las veces que se habla de “asesinato” y ¡¡¡nunca!!! de martirio (la palabra,
que aparece solamente 4 veces en el libro, si no he contado mal, nunca aparece
en labios del autor [pp. 320.322.330.331]). Es evidente que llamarlo “mártir”
es un desafío; es reconocerlo como una “palabra de Dios” para nuestro tiempo.
Tampoco fue pronunciada ni una sola vez en la mencionada presentación del libro.
Es que si Dios nos habló y habla en la vida y martirio de Pancho, su testimonio
es a su vez denuncia de nuestras mediocridades, cobardías, silencios,
complicidades… “el justo muerto denuncia a los injustos vivos”, afirma
Sabiduría (repetido en p.317). A lo mejor el temor que se sospecha sea verdad:
lo mataron porque en algo andaba: andaba en Evangelio, en Reino, en pueblo.
Demasiado para los violentos. Demasiado para los mediocres.
Y a pesar de todo lo que podemos
criticar de este libro, Pancho emerge, Pancho resucita y Pancho nos sigue
diciendo, de parte de Dios, una palabra.
Foto tomada de martiresargentinos.blogspot.com
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