Las responsabilidades de la Iglesia
en el proceso de memoria, verdad y justicia.
Navidad 2014
Introducción
En estos tiempos de Navidad, celebramos al Dios con
nosotros, a la Palabra hecha carne. El Dios encarnado nos invita a vivir
nuestra fe en la historia, con los pies en el barro de la vida y el destino de
nuestros pueblos que caminan en busca de dignidad, libertad y justicia.
En 2016 no solo cerraremos los festejos del bicentenario
de la independencia nacional sino también estaremos recordando 40 años del
inicio de la dictadura genocida que llenó de muerte y desolación al pueblo
argentino.
Todavía hoy las heridas de ese periodo no están
cerradas, a pesar de los enormes avances en materia de derechos humanos
realizados desde 1983. Se han reconstruido muchas de las historias destrozadas
por la violencia del terrorismo de estado, se han encontrado los restos de
muchos desaparecidos; se han restituido a sus familias personas apropiadas de
manera violenta e ilegal al nacer y separadas compulsivamente de sus padres; se
derogaron las leyes de obediencia debida y punto final, y se anularon los
indultos lo que permitió acelerar el curso de los juicios a los represores y
responsables de crímenes de lesa humanidad; se identificaron gran número de centros
clandestinos de detención y se resignificaron como espacios de memoria
colectiva. Pero todavía hay muchas
cuentas pendientes.
La Iglesia no fue un actor más en este oscuro periodo de nuestra
historia, sino ciertamente un protagonista central. Su participación fue compleja y la ubicación
de sus miembros, diversa. El apoyo político de la mayoría del episcopado a la
que deben sumarse nuncios y capellanes militares fue fundamental para la
ejecución del plan represivo de la dictadura, que actuó en nombre de los valores del occidente
cristiano. El episcopado como organismo corporativo calló aun cuando
conocía en detalle tanto los métodos criminales y terroristas utilizados por la
Junta Militar, como las consecuencias del desguace del modelo de desarrollo
industrial con progreso social y la implantación de una economía
fundamentalista y liberal de mercado.
También hubo una Iglesia víctima del terrorismo del
estado que padeció torturas, asesinatos, desapariciones, exilio: laicos y
laicas, religiosos y religiosas, curas y obispos además de hermanas y hermanos
de otras confesiones religiosas. Su compromiso con el evangelio de la vida, la
opción por los pobres y el acompañamiento de las luchas populares los convirtió
en enemigos de los defensores de la nación católica y de la divinización del mercado.
La sangre del martirio de la Iglesia víctima fue negada por el episcopado
cómplice lo cual constituye una paradoja anti-evangélica que queremos denunciar.
Pasaron casi 40 años para que se hiciera justicia con el asesinato de Enrique Angelelli,
y los obispos hasta el momento no emitieron palabra ni participaron en la misa
de la vigilia, salvando un par de excepciones. Y hasta algunos todavía hoy
siguen diciendo que Angelelli “murió”. Llama la atención que la Iglesia jerárquica
no se haya sentido perseguida en la dictadura, habida cuenta de que muchos de
sus miembros fueron torturados, asesinados o desaparecidos. Y es más llamativo
todavía que la misma Iglesia sí afirme sentirse perseguida en períodos
democráticos.
En estos últimos tiempos parecería haber una conciencia
repentina del episcopado, manifestada por algunos de sus miembros, de la
urgencia de prestar colaboración con el esclarecimiento de los crímenes de la
dictadura y el paradero de los desaparecidos y niños apropiados, quizá motorizada por
las inquietudes del Papa Francisco, que nos alegran. Pero creemos que el
esclarecimiento de los crímenes del terrorismo de estado no se agota en el mero
aporte de datos sino con la búsqueda comprometida de los derechos humanos y el
acompañamiento de las víctimas y organismos militantes en la causa de la
memoria, la verdad y la justicia.
Desde ya que nos parece sumamente importante estimular
el aporte de todo tipo de datos que ayuden a esclarecer el paradero de los
desaparecidos que no han sido hallados y de los nietos apropiados que no han
sido restituidos. Pero suena muy contradictorio que los que llevan décadas
ignorando a los organismos de derechos humanos y resistiéndose a reconocer una
complicidad manifiesta con los crímenes de la dictadura, sean ahora los que
pidan colaboración. Como hemos dicho de manera insistente en cartas anteriores,
¿no tendría que haber también un reconocimiento explícito de la no colaboración
con el esclarecimiento de los crímenes de la dictadura hasta el pasado
reciente? ¿No tendría que haber explicaciones acerca de por qué la Iglesia no
ha participado nunca oficialmente de los actos conmemorativos del 24 de marzo?
I. Una mirada
pastoral y teológica desde la Iglesia
Sabemos que la Iglesia es un
pueblo en marcha, por lo
que identificarla solamente con la jerarquía no es algo preciso. Los
obispos no son “la” Iglesia, sino parte de ella por más
que en sus actitudes, comportamientos y dichos algunos parecieran creer que son
los únicos que la representan. Por eso no dudamos en afirmar que, en el drama de la dictadura, hubo miembros de la Iglesia en muchas partes. Del mismo modo, tampoco podemos caer en el
simplismo de analizar sus actitudes a partir de unos pocos hechos o algunos documentos.
Dentro del episcopado, por ejemplo, es evidente que hubo miembros que fueron
activos participantes del golpe genocida, aportando ideas, sustento
teológico y bendición. Nombres como Victorio Bonamín, Adolfo Tortolo o Antonio Plaza surgen normalmente ante esta circunstancia. Y hubo
también férreos opositores ante este hecho, como Enrique Angelelli, Jaime De Nevares o Carlos Ponce de León. Entre unos
y otros hubo una amplia gama de obispos, muchos – quizás la mayoría – temerosos y algunos desconocidos (como es el caso de Alberto Devoto, por ejemplo).
Algunos parecen auto-convencidos de haber “hecho todo” simplemente por haber colaborado
en que algunas personas pudieran salir del país. Gran
parte del Episcopado parece haberse guiado por el
criterio de un supuesto mal menor sin que hubiera mediado el indispensable análisis de cuál sería el mal
mayor, las causas,
consecuencias o
posibilidades. Además que, creemos, no hay opción por “mal menor alguno”
cuando la vida de los preferidos de Jesús está en juego. Muchos parecen haber hecho suyo,
sin análisis crítico alguno, el discurso de los
medios de comunicación, y – más tarde – de la Junta militar. Una formación
teológica tradicional, tomista, y una lectura bíblica fundamentalista se
prolongó también en los discursos de muchos curas, especialmente los capellanes militares. La recepción positiva que tuvo
en ambientes militares y capellanes la persona de Marcel Lefebvre, [1] y su
cercanía al entonces obispo de Paraná y presidente de
la Conferencia Episcopal Argentina, Mons. Tortolo, es un buen indicio de esto.
La actitud de la Conferencia Episcopal
en pleno, recibiendo a los delegados militares, como el general Viola, la
participación en la proyección de videos, como el de la supuesta “montonera arrepentida” (sin siquiera
preguntarse cuánto de real o de ficción había, o cuánto de libertad o violencia
en la producción del video) o los
hechos silenciados como el supuesto accidente de Mons. Angelelli, manifiestan claramente que la mayoría de los
obispos argentinos creyó lo que querían creer o lo que otros querían que creyeran. O simularon creer. Sabemos que tanto el Episcopado como
la dictadura “temían que (en Puebla) surgieran críticas y pronunciamientos que
los afectaran. Este criterio influyó en la designación de los representantes de
la jerarquía de nuestro país asegurándose la presencia de prelados afectos a la
dictadura. Ésta, solícitamente, abonó los gastos del traslado a México” [2] lo que nos
resulta un ejemplo grave y preocupante de este vínculo detestable.
Es por esto que podemos afirmar que
se trató de una Dictadura cívico –eclesiástico–militar. [3]
Pero todavía queda un elemento más. Haciendo nuestras las
palabras de Rodolfo Walsh en su
célebre Carta Abierta a la Junta militar (1977), «En la política
económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes
sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria
planificada» [4] hemos
de afirmar que tampoco hubo en la inmensa mayoría del episcopado argentino una condena, ni siquiera una crítica, a la política
económica de ese gobierno, ni a las políticas económicas liberales que
siguieron a continuación. Es visible la alianza desde entonces hasta hoy con grupos
del poder económico concentrado que como se reflejó en el
llamado “Diálogo Argentino” (2002) hasta en la elección de asesores de comisiones episcopales. La negativa sistemática del Episcopado Argentino a
manifestarse críticamente ante la extorsión de la
Deuda Externa, la sintonía
con la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE) y alguno de sus miembros relevantes como José Alfredo
Martínez de Hoz, la presencia permanente de empresarios del mundo
cerealero-sojero-rural en organismos laicos del episcopado como la Comisión Episcopal de Pastoral Social, son síntomas preocupantes de esta cercanía. El
rol que ha jugado y juega todavía hoy la U.C.A. con sus índices, conferencias, el así llamado Foro de Convergencia, invitados e incluso planes de estudio son
ciertamente reflejo de esta alianza entre miembros de la Iglesia y el poder
económico concentrado.
Una pobre lectura de textos como
el de San Pablo en su carta a los Romanos donde
afirma: “sométanse todos a las autoridades constituidas porque no hay autoridad que
no provenga de Dios” (Rom 13,1) parece haber
encontrado un sustrato bíblico-teológico fundamentalista
al sostenimiento de la dictadura, sin aclarar por qué
esa frase no se aplicaría al gobierno que la
dictadura había depuesto, por ejemplo. La lectura del cardenal Primatesta ante
el dicho del libro del Eclesiastés: tiene “su
tiempo el callar, y su tiempo el hablar” (Qoh 3,7) afirmando que estamos en “tiempo de callar” de ninguna manera tuvo una explicación de cuál era el criterio para que no fuera
precisamente la ocasión de
hablar. Los ejemplos de episcopados vecinos como la
Vicaría de la Solidaridad, en Santiago de Chile, la excomunión de torturadores
decretada por obispos chilenos de Talca y Linares, o
de la agrupación CLAMOR, en Sao Paulo, con el cardenal Paulo E. Arns y la
expresa voluntad de no seguir esos ejemplos, a pesar de la multitud de pedidos
en ese sentido, revela una actitud – si no cómplice – al
menos cobarde.
Nos parece importante señalar la actitud de cientos de
capellanes militares (o de organismos de Seguridad, como policiales o de
Gendarmería). Están aquellos que participaron directamente en situaciones de
torturas, los que visitaron centros clandestinos de
detención o fueron cómplices o artífices de desapariciones, unos pocos han sido
condenados por la Justicia argentina, como es el caso de Christian von Wernich.
Pero también es preocupante y escandaloso que haya habido quienes confortaran las conciencias de aquellos que arrojaban
vivos a detenidos-desaparecidos en los vuelos de la muerte o de los
torturadores o de los participantes en detenciones clandestinas, fusilamientos
o secuestros y apropiación de niños. Los tristemente famosos ficheros de Emilio Graselli, por ejemplo, son
indicio alarmante no sólo
de cuánto sabían muchos de estos capellanes y del sadismo con que se
relacionaban con los familiares (o hasta el poder para permitir salir del país
a algún detenido mostrando
su “misericordia”) sino la
cercanía y comunicación con los principales responsables de crímenes atroces,
aberrantes y de lesa humanidad. [5] Seguramente el Episcopado argentino puede mucho más que “exhortar” a que se sientan “moralmente
obligados” a estos capellanes a brindar información y
manifestarse responsables de sus delitos.
No podemos olvidar, tampoco, actitudes de curas, religiosos
y religiosas denunciando, callando o catequizando a su feligresía recordando
que “en algo andarían”. Nos consta, lamentablemente,
de personas denunciadas por miembros de la institución eclesiástica que luego
fueron desaparecidos.
Todo esto no es ajeno a la tristemente célebre “teoría
de los dos demonios” que
sigue vigente en cientos de discursos, documentos o hasta
en comentarios cotidianos. Resulta doloroso descubrir su vigencia en textos
episcopales, en comentarios periodísticos y hasta cotidianos. Una cosa es
analizar los hechos en las circunstancias en las que estos ocurren, contextos y
momentos; muchos de los cuales ameritarían
comentarios y análisis profundos y serenos que no es el caso realizar aquí. Es algo que debe hacerse siempre y en todo serio análisis
histórico. Pero otra cosa muy diferente es deformar los hechos – habitualmente
buscando excusas o justificativos – en orden a no mirar seriamente los
acontecimientos o justificar nuestro silencio o
complicidad. Debemos ser claros: no hubo dos demonios, hubo un solo demonio que
fue el terrorismo de estado. Sencillamente.
Pero una mirada de la Iglesia no sería ni completa ni justa
sin tener en cuenta que también hubo otras actitudes. Otros compromisos. Ya
mencionamos algunos obispos, y no hemos sido exhaustivos. No todos tuvieron la notoriedad que tuvieron
Angelelli, o Pironio en un primer momento, junto a Devoto o De Nevares, Hesayne
y – más tarde – Novak. También hubo obispos que más tímidamente pero sin complicidad alguna fueron críticos de la dictadura y
su modelo económico, baste mencionar a Vicente Zazpe,
a modo de ejemplo.
Algunos documentos episcopales dan fe de ello, aunque
luego, la conformación de las autoridades de la
Conferencia Episcopal, o los miembros de la comisión
de enlace con los miembros de la Junta, las consultas periódicas – incluso
hasta último momento, como la contribución del cardenal Primatesta a la redacción del documento de auto-amnistía
de la Junta militar –, revelan que siempre fueron una
clara minoría. Que todavía hoy sigamos esperando una palabra episcopal sobre el
asesinato de Angelelli, claridad sobre lo ocurrido con
Ponce de León, por mencionar solamente obispos (y solamente este período, para no remitir a Gerardo Sueldo, por ejemplo) revela
que siguen siendo franca
minoría.
La abrupta ida de Pironio a Roma
luego del asesinato de su colaboradora María del Carmen Maggi, por ejemplo, revela la soledad en la que algunos obispos se encontraban en medio de sus “hermanos”. Pero la presencia
de miembros de la Iglesia en organizaciones de derechos humanos, en muchos
casos desde sus orígenes, es ciertamente también algo concreto e indiscutible. Obispos como Jaime De Nevares o Jorge Novak (APDH y MEDH respectivamente), curas como Mario
Leonfanti o Enzo Giustozzi (MEDH y APDH), religiosas como las “monjas
francesas” Alice y Leonie (Madres de Plaza de Mayo), o laicos como
Emilio Mignone o Alicia
Oliveira (CELS) por mencionar sólo algunos de los difuntos que no
pueden ser olvidados, ni
queremos olvidarlos.
Hubo también decenas de curas, religiosos, religiosas, y laicos
desaparecidos, exiliados, torturados. Nombrarlos sería interminable. Pero
olvidarlos sería pecado. Y
también somos testigos de decenas de curas,
religiosos y laicos que acompañaron de cerca a los pobres, oponiéndose al
modelo económico implantado, generando espacios de solidaridad y resistencia en cooperativas, comunidades y
organizaciones diversas. Muchos de ellos y ellas fueron
espiados, amenazados y hostigados por organizar ollas populares, acompañar
tomas de tierra, o visitar presos, recibir víctimas y
escucharlos o impedir desalojos violentos.
Señalar que estamos ante “dos iglesias” es quizás falso y
superficial. Pero sin duda hay diferentes modelos de Iglesia, de
querer ser la Iglesia en éstas actitudes que señalaremos brevemente. Hay un modo de ser Iglesia, quizás de
cristiandad, vertical, que pretende serlo desde su cercanía al poder político
de turno para que la cruz y la espada juntas hagan
que el Evangelio llegue a todas partes. En nuestra historia argentina hay
muchos ejemplos de esto en tiempos antiguos y presentes. Sin duda, además, es
una autopercepción de la iglesia como el alma de la Patria. Una Argentina Católica no puede ser sin la jerarquía a su lado. Y también,
acompañada por la reserva moral, que es el ejército. Ambos en conjunto se
perciben como los garantes de la fidelidad al ser mismo de la Nación.
Hay otro modelo de ser Iglesia. Lo que Juan XXIII llamó “Iglesia de los pobres”. Una Iglesia que en medio de
los pobres quiere caminar a su lado, y levantar la voz de ellos silenciada,
negada o invisibilizada en todo aquello que defienda sus derechos conculcados y
su vida amenazada. Una Iglesia de pastores y a su vez profetas que no crean que los tiempos de muerte
violenta son tiempos de callar. Aunque eso signifique, también, arriesgar la vida.
Sin duda, el punto de partida de estos y otros modos de ser la Iglesia radican en el “lugar” desde donde
se piensa, desde donde se ejerce, desde donde se vive
(y muere)… Una Iglesia que se piensa desde el poder o una Iglesia que se piensa
desde las víctimas. Porque
aunque haya actitudes aisladas, o agradables, una Iglesia que se piensa a sí
misma desde el poder, nunca hará suya la voz y el
clamor de los pobres. Puede contribuir a abrir archivos, a pedir que los que
tienen información se sientan “moralmente obligados”, o a hablar del
capitalismo salvaje, pero no se encarnará en el dolor, no mirará a los ojos las
lágrimas del sufrimiento, no caminará los jueves
alrededor de la Pirámide de Mayo.
Ser Iglesia de los pobres no es
ciertamente ser Iglesia para o con y ni siquiera
entre los pobres. Es reconocer que es de ellos y que somos parte. Cuando san Justino hablaba de
las “semillas
del Verbo” [6] o la
Iglesia hoy habla de los
“signos de los tiempos” releyendo los evangelios, [7] lo que
dice es reconocer que el Espíritu
Santo sopla donde quiere, que sobrepasa infinitamente los límites de la misma Institución
eclesial. Una Iglesia que
no escuche la voz del Espíritu Santo es un esqueleto seco y desarticulado
porque “el espíritu es el alma de la Iglesia”, como afirmaba Pablo VI. [8] Estar atentos a los signos de vida o de muerte en nuestro
pasado reciente y en nuestro presente es el desafío
permanente que tenemos como Iglesia y – en ocasiones – el signo de nuestros
pecados o de nuestras fidelidades. Y los pecados, cuando son de gravedad importante, requieren
reparación. La complicidad o cobardía de muchos miembros de la Iglesia requiere no sólo frases hechas del estilo “si
hemos pecado”, ya que es evidente que lo
hemos hecho. Y la reparación no es solamente abrir archivos, o exhortar a que se brinde
información (algo que, insistimos, celebramos), sino asumir una indiscutible postura en favor de las víctimas. Es estar de su lado, en su
lugar. Algo que se vislumbra, claramente, también en nuestras miradas o
posiciones ante modelos económicos, sin duda.
II. Una mirada desde la historia, la economía y la sociedad.
La Iglesia aparece representada a menudo como una
entidad inmutable, casi inmune a los drásticos cambios que se verifican en las
sociedades humanas a lo largo del tiempo y situada en una suerte de dimensión
ahistórica. El actuar de la Iglesia ha estado hasta el pasado reciente solo sujeto
a la teología. En los últimos años la historiografía argentina ha incorporado
la importancia del rol de la Iglesia en los procesos sociales, políticos y
económicos de diversos períodos, pensándolos desde una perspectiva laica, en
términos estrictamente históricos, excluyendo ataques o defensas de la Iglesia. [9]
Desde los años finales de la década del 60 la
conflictividad social tocaba sus puntos más críticos. La institución eclesial
(nos referimos a la jerarquía episcopal) siempre se ubicó temerosa y defensiva
frente al surgimiento de posiciones ideológicas de izquierda. La protesta
social más radical y el avance de ideas “materialistas y ateas” ponían en
cuestión la afirmada hegemonía cultural e ideológica de la Iglesia, el temor
creciente en obispos y sacerdotes de que una posible apertura al marxismo
amenazara el fundamento católico de la nacionalidad. [10]
La Iglesia no pudo permanecer al margen del
estallido de la violencia política, de la que no quedó afuera, así como tampoco
le sucedió a ningún otro espacio de la sociedad argentina:
“Tanto es así
que las principales organizaciones armadas de los años setenta, el ERP y
Montoneros, tuvieron al catolicismo como uno de sus interlocutores, incluso en
sus momentos más difíciles; en 1976, cuando la represión militar arreciaba,
ambas agrupaciones dirigieron dos cartas abiertas al clero argentino, con la
expectativa de que éste hiciera oír su voz a fin de lograr poner un freno a la
represión. La imagen de la Iglesia cómplice no era para nada nítida hasta ese
momento”. [11]
Fue evidente que desde el golpe militar las Fuerzas
Armadas aludieron al “occidente cristiano” “la nación católica”, un “nacional
catolicismo”, para legitimar la “reorganización nacional” que proponían con el
debido aval de la institución eclesiástica a quien no le disgustó alimentar un
clima de verdaderas “Cruzadas”. Las Fuerzas Armadas concebían a la institución
eclesial como un espacio conflictivo entre las fuerzas renovadoras del Concilio
Vaticano II, los documentos de Medellín y – más tarde (1979) – Puebla y los
intentos de restaurar un catolicismo nacional. De hecho se propusieron depurar
sus estructuras eliminando lo que consideraban la ‘infiltración de izquierda’.
Mientras tanto, fortalecieron su alianza con la cúpula eclesiástica, propulsora
de un disciplinamiento dentro de las filas católicas, al otorgarle la misión de
legitimar sus actuaciones y convirtiéndola como en el pasado, en guardiana de
los valores de la argentinidad. Los cuadros superiores de la Iglesia asumieron
esas funciones y rápidamente se exhibieron como “guardianes espirituales de la espada de los militares”. [12]
Para un amplio sector de la Iglesia de aquel
momento debía mantenerse la concepción de la Iglesia como sociedad perfecta, el
catolicismo como alma de la Nación y de las Fuerzas Armadas como aliado
ineludible en la construcción de una sociedad cristiana. La relación del
episcopado con la dictadura resultó una constante durante todo el proceso
militar.
Emilio Mignone – fundador del CELS, y para muchos “el líder más importante del movimiento de
Derechos Humanos en Argentina” [13] – puntualizaba en Iglesia y Dictadura que
“los
cambios copernicanos producidos por el Concilio Vaticano II y los documentos
(...) de Medellín, produjeron una fuerte crisis interna en la Iglesia
argentina; sorprendieron y desbordaron a los obispos, que no estaban preparados
para encabezarlos y conducirlos. Los desenvolvimientos políticos de la década
del ’70 (...) terminaron por asustarlos. Su única preocupación consistió,
entonces, en encontrar la forma de sacarse de encima a los perturbadores y
volver al antiguo orden. Los militares se encargaron, en parte, de cumplir la
tarea sucia de limpiar el patio interior de la Iglesia, con la aquiescencia de
los prelados. Esta siniestra complicidad explica algo que cuesta entender a los
observadores católicos extranjeros: la sorprendente pasividad de un episcopado
que contempla sin inmutarse cómo obispos, sacerdotes, religiosos y simples
cristianos son asesinados, secuestrados, torturados, apresados, exiliados,
calumniados. Las escasas quejas, en los episodios más resonantes, tienen un
carácter formal y se adelantan a insinuar las disculpas...” [14]
Mignone también refiere que las cabezas del
episcopado católico no desconocían los planes de las fuerzas armadas. Relata
que la noche previa al pronunciamiento dos de los jefes de la conspiración -el
general Jorge Videla y el almirante Emilio Massera-, se reunieron con la jerarquía
eclesiástica en la sede de la Conferencia Episcopal, ubicada en Paraguay 1867
de la Capital Federal. El mismo día del golpe de Estado los integrantes de la
junta militar - Videla, Massera y Agosti-, mantuvieron una larga sesión con
monseñor Adolfo Tortolo, arzobispo de Paraná, vicario castrense y presidente de
la Conferencia Episcopal argentina. [15] Al día siguiente del golpe de Estado los
obispos y el Nuncio apostólico, Pio Laghi comenzaron a recibir pedidos de ayuda
ante la ola de torturas, detenciones y desapariciones. No cabe duda que las
descripciones que escucharon les permitieron adquirir rápida conciencia -si es
que no la tenían-de la utilización sistemática de métodos violatorios de la
dignidad de la persona humana.
Ya hemos mencionado a los
pocos obispos que supieron levantar la voz.
Como consta en el boletín de la AICA del 1° de
abril de 1976 el Obispo de La Rioja Enrique Angelelli denunció que se quería
“separar a la Iglesia del pueblo; separar a los pastores –sean ellos
obispos o sacerdotes- de sus comunidades; se busca separar a los sacerdotes
entre sí; sembrar en el pueblo y en las mismas comunidades religiosas la
“sospecha”, la “desconfianza” de sus hermanos; se busca separar a las diócesis
argentinas; se busca contraponer la Iglesia de Pío XII a la de Juan XXIII o
Pablo VI, haciendo aparecer a la de Pío XII como fiel y a la de Juan XIII y
Pablo VI como infiel; se busca separar a los laicos militantes y apostólicos
como “peligrosos”; se busca obstaculizar la misión evangelizadora de la Iglesia
porque se cree que prepara la “subversión” en el pueblo”.
Pocos meses después, Enrique Angelelli fue asesinado.
En 1980 Novak escribió una carta a la Asamblea del
Episcopado donde frente a la pretensión oficial de encubrir las desapariciones
y el terrorismo de estado, les pidió a sus colegas obispos que hicieran un
pronunciamiento público, decidido y claro contra la presión de Jorge R. Videla
de cubrir lo sucedido con un manto de olvido.
En los primeros años del régimen militar y en un
momento donde la Iglesia jerárquica no visualizaba otra alternativa que
la de un gobierno de las fuerzas armadas, las cúpulas del episcopado
mantuvieron su apoyo a los lineamientos generales del “Proceso”, movidos por
esos objetivos comunes que eran el disciplinamiento social y la restauración de
un universo valorativo y simbólico donde el catolicismo ocupaba un lugar
central. [16]
También creemos necesario distinguir una vertiente
económica de la relación entre Iglesia y dictadura.
“Reorganizar” para la Junta Militar no sólo
consistió en realizar una limpieza ideológica y un disciplinamiento de la
sociedad con métodos terroristas, sino que significó también modificar la
estructura productiva y el modelo de Estado que la sustentaba, aplicando un
modelo económico liberal, concentrando el capital en manos de pocos, de
exclusión social y pauperización generalizada.
La producción industrial dejó de ser el eje de la
dinámica económica, diluyendo así el protagonismo de la clase obrera argentina.
Para lograr ese objetivo la Junta Militar le entregó por cinco años el ministerio
de Economía a José Martínez de Hoz, hijo y nieto de una de las familias más
conocidas de la burguesía terrateniente argentina, proveniente de una tradición
democristiana y luego a uno de sus discípulos, Roberto Alemann entre 1981 y
1982. Cambiaron de raíz el modelo de acumulación vigente dando especial
importancia al sector financiero, la apertura económica, a minimizar el gasto
social y avanzar en la concentración económica. A pesar de las críticas al
interior de las FFAA, de otros sectores agropecuarios e industriales y del
fracaso manifiesto que rápidamente produce (destrucción del mercado interno,
concentración del ingreso, endeudamiento, gastos en armamento, fuga de capitales,
empobrecimiento, alta inflación, crisis financiera, desindustrialización) este será
el único plan económico de las FFAA durante todo su gobierno. [17]
En 1977 se realiza una gran reforma financiera: el
mercado de capitales queda liberado de los controles del Banco Central. De este
modo se impone un nuevo comportamiento económico y social basado en la
valorización financiera. La tasa de cambio de peso a dólar se reajusta
diariamente hasta 1978 y a partir de esa fecha se anticipa un calendario
gradual de devaluación del peso donde el dólar se revaloriza, produciendo un profundo
atraso cambiario. En 1980 estalla la crisis financiera: quiebra de bancos, fuga
de depósitos, especulación monetaria y un importante crecimiento de la deuda
externa que pasa de casi 8 mil millones de dólares en 1975 a casi 45 mil millones
de dólares en 1983. [18] Se desató una avalancha de bienes importados baratos y de viajes al
exterior debido al atraso cambiario aprovechado por un importante sector de
altos y medianos ingresos. Las políticas económicas de la dictadura dejaron un Estado quebrado y debilitado. A la vez fortalecieron un conjunto de
actores que se beneficiaron del quebranto público y
que ejercieron el poder en cuanto a las decisiones económicas, influyendo a los
gobiernos democráticos subsiguientes. No es casual que
muchos de esos actores privilegiados por el modelo de concentración económica
hayan tenido y tengan excelentes relaciones con la
Iglesia en general y varios obispos en particular. Es por esto que, creemos que con razón, la
dictadura ha sido calificada como cívico-militar-eclesiástica-empresarial.
En la
modificación del modelo de acumulación donde se priorizó el sector financiero
sobre el productivo jugará también un rol fundamental la aniquilación de un
sindicalismo combativo que buscó recuperar los sindicatos frente
a la burocracia aliada a la patronal y que también se opuso al intento del
Ministro de Economía del Gobierno de Isabel Perón, Celestino Rodrigo, a
implementar las primeras medidas de ajuste de corte liberal. Este sindicalismo
combativo, desde los primeros días del golpe fue perseguido, muchos de sus
dirigentes y las comisiones internas de fábricas fueron secuestrados,
asesinados o siguen desaparecidos. Los obispos en general cuando prestaron oído
a los sectores obreros lo hicieron con las cúpulas sindicales, que siempre
fueron invitadas a sus semanas sociales, que negociaron para conservar
beneficios, como las obras sociales, con el poder militar de turno o
también con algún gobierno democrático.
Las reflexiones de Populorum Progressio, del Papa Pablo VI, son contundentes y casi contemporáneas a aquellos momentos:
“ha sido construido un sistema que considera el provecho
como muestra esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema
de la economía, la prosperidad privada de los medios de producción como un
derecho absoluto, sin límites ni obligaciones
sociales correspondientes. Este liberalismo sin freno, que conduce a la
dictadura, justamente fue denunciado por Pío XI como generador de «el
imperialismo internacional del dinero». No hay mejor manera de reprobar tal abuso que recordando solemnemente una vez más que la
economía está al servicio del hombre. Pero si es verdadero que un cierto
capitalismo ha sido la causa de muchos sufrimientos, de injusticias y luchas
fratricidas, cuyos efectos duran todavía, sería injusto
que se atribuyera a la industrialización misma los males que son debidos al
nefasto sistema que la acompaña. Por el contrario, es justo reconocer la
aportación irremplazable de la organización del trabajo y del progreso
industrial a la obra del desarrollo” (n.26).
Cuesta creer que una referencia teórica de ésta importancia
haya sido ignorada por el episcopado a sabiendas de las consecuencias de hambre,
pobreza, desocupación y desindustrialización que sobrevinieron para el pueblo
argentino. Ésta lógica de acuerdos tácitos y obtención de privilegios convalidando modelos liberales de exclusión contraindicados en la
Doctrina Social de la Iglesia se continuó más allá de la dictadura militar en
el menemismo de los 90 y el gobierno De la Rúa de 1999 a 2001. Pero no
dejan de sorprender los continuos cuestionamientos de los obispos sobre la pobreza y
la cuestión social en la última década donde a pesar de no haber sido resuelta esta problemática en su profundidad, los indicadores de pobreza, hambre, mortalidad infantil
e indigencia han descendido notoriamente en relación a los de la dictadura y el menemismo donde el silencio de la cúpula
episcopal se asemejó a complicidad. [19]
Tampoco la democracia como sistema de convivencia
política y participación del pueblo fue sostenida con
convicción por la Iglesia jerárquica. La desmovilización y
desactivación de las organizaciones, religiosas y no religiosas, algo impensable en un sistema democrático con plena vigencia de
sus instituciones, se implantó casi como una norma a
cumplir por las autoridades de los gobiernos de facto. Sin otros actores que obstaculicen su accionar, la
Iglesia Católica se ubicó en esos períodos como la instancia de legitimación del poder.
Terminada la dictadura, en “Iglesia y Comunidad Nacional” (1981) y otros
documentos posteriores el episcopado se pronunció contra el golpismo y a favor
de la construcción de una democracia estable y sólida. En “Construyamos la Nación” de 1984, el episcopado declara que su deber es
señalar posibles desviaciones en la democracia, donde
se pone el acento en el proceso de secularización y la pérdida de identidad
como nación. La democracia parece acompañarse siempre y cuando no altere los privilegios
conseguidos por la Iglesia en su larga relación con el Estado. La
Iglesia jerárquica se ve a sí misma como por encima
de todo por su origen divino ignorando el pesebre pobre que en estos días
celebramos y la infamia de
la cruz imperial a la que fue sometido su fundador, como si no estuviera sujeta a los avatares de la vida humana y como si hubiera salido indemne del
terrible momento vivido en la dictadura militar.
Su relación con otros actores sociales fue
siempre “de cúpulas” interactuando con dirigentes políticos, sindicales,
empresariales aunque la legitimidad de los mismos
estuviera altamente cuestionada por las bases.
Conclusión
Celebramos, en suma, el cambio visible de actitud de la Conferencia
Episcopal Argentina de recibir a algunas de las víctimas de la dictadura; del mismo modo idéntica actitud por parte del Obispo de Roma.
Celebramos su exhortación a colaborar con información a aquellos que puedan brindarla sobre
entierros clandestinos, destino final de detenidos desaparecidos, apropiación
de niños, y otros datos que puedan contribuir al esclarecimiento de tantas
vidas truncadas o familias desarticuladas; a poner un poco de luz en medio de
la noche oscura de la dictadura cívico-militar-eclesiástica-empresarial.
No nos parecen serios, ni nos convencen, gestos tales como un supuesto pedido de
perdón insuficiente sin besar los pies de las víctimas y esperar de ellas el perdón requerido. Es
cierto que otros grupos no hicieron siquiera eso, y esperaríamos lo mismo de empresarios, periodistas, sindicalistas. Pero hablamos de nosotros mismos.
Un sincero pedido de perdón debe ir acompañado no
solamente de reparación, sino de gestos y actitudes
concretas que manifiesten visiblemente el cambio de actitud. Creemos que pedir perdón por “si hubiéramos hecho” algo, y seguir eligiendo modelos económicos
coherentes con el genocidio por ser genocida también el modelo, es algo incoherente con el perdón requerido.
Una exhortación a colaborar con información a quienes la tuvieran, debiera ir acompañada de un
transparente gesto de apertura de archivos, exigencia a los capellanes
militares, policiales y otros que tuvieran información
a que la brinden sin ninguna reticencia, e incluso “exhortarlos” a que se
entreguen a la justicia si hubieran delinquido. Y aplicar hacia ellos las
sanciones canónicas correspondientes. Que Christian von Wernich, por ejemplo,
no haya sido expulsado del estado clerical y siga celebrando la eucaristía resulta un escándalo que clama al cielo.
Los textos episcopales, sin duda alguna, deberían
abandonar definitivamente todo atisbo de la falsa “teoría de los dos demonios” a fin de contribuir a crear conciencia en todos
los miembros de la sociedad que el “Nunca Más” no ha de ser sólo una expresión
de deseos sino una meta evangélica a alcanzar.
Gestos concretos y reparadores podrían esperarse,
como por ejemplo exposiciones sobre la dictadura y reconocimiento sincero de
los mártires particularmente en aquellas iglesias que se cerraban al paso de las organizaciones de Derechos Humanos, relación frecuente y solidaria con los espacios y organismos de los que
el episcopado se desentendió de manera escandalosa, como fue el cierre de la Catedral porteña cuando las Madres
de Plaza de Mayo eran corridas por las fuerzas represivas, participación oficial y clara en
los actos públicos de memoria del 24 de marzo y en
los actos culturales como “Teatro por la Identidad” u otros de los que la Iglesia ha estado ausente, promoción de gestos religiosos relacionados con el
sufrimiento de los desparecidos y sus familiares tales como el rezo del Vía Crucis en los centros clandestinos de detención en el tiempo de Cuaresma u otros similares del mismo modo en que se ha
ponderado la visita y el rezo de los Papas en Auschwitz.
De aquellas iglesias lugar de asilo y solidaridad, a las iglesias
cerradas, o con curas mostrando a las Fuerzas Armadas dónde estaban escondidos
los manifestantes, hay ciertamente un abismo que debería repararse. Sigue sobrevolando de manera consciente o inconsciente la
tendencia a echar un manto de olvido sobre la posición dolorosamente cómplice de una buena parte del
episcopado argentino.
Un reconocimiento claro de aquellos pocos obispos
que levantaron su voz y arriesgaron sus vidas no
puede faltar en un sincero cambio de actitud episcopal. La participación activa y militante de la jerarquía eclesiástica en la
defensa de los derechos humanos, los conculcados de ayer, y las violaciones de
hoy, no puede estar ausente. La creación de un
departamento, comisión u oficina dependiente de la CEA dedicada – sin injerencias confusas – a los Derechos Humanos
puede ser un buen indicio de cambio de actitud. Aunque debería evitarse caer en la tibieza de la “Comisión Justicia y Paz”,
que no solamente no levantó su voz en la dictadura, sino que –además – salió
inmediatamente a despegarse ante toda posible confusión de nombre con el SERPAJ
cuando Adolfo Pérez Esquivel fue nombrado premio Nobel de la Paz. [20] Una necesaria independencia de posibles cambios episcopales debiera quedar
claramente manifestada. Otro tanto ocurre con la Comisión Episcopal de
Pastoral Social o la Universidad Católica Argentina, muchas veces más cerca de ser voceros del establishment que de acompañar pastoralmente
los caminos de las víctimas del genocidio como bien se ha acompañado a las
víctimas de Cromañón o las de
la instalación de las pasteras en Gualeguaychú.
Queremos ser una Iglesia pobre y de los pobres. Es lo que manifiesta el gesto sencillo de Dios al elegir su
nacimiento en medio de un pueblo sencillo, en un modo sencillo y anunciado a
los despreciados de su tiempo. Los signos de la presencia del reinado de Dios
entre nosotros nos invitan a “anunciar buenas noticias a los pobres” y desde ellos mostrar a la sociedad toda que “otro mundo es posible”. Otro mundo en el que se pueda “vivir bien” (sumaj kawsay / suma
qamaña), [21] como proponen nuestros hermanos de
los pueblos andinos.
Otro mundo donde a la vieja
pregunta de nuestros hermanos mayores, los Curas del Tercer Mundo, “Feliz Navidad, ¿para quién?” la
podamos responder mirando
cara a cara a los pobres, a los despreciados, a las víctimas para brindar con
ellos por un mañana mejor. Y caminar juntos.
Grupo de Curas en la Opción por
los Pobres
Navidad 2014
Notas:
1. Marcel Lefebvre (1905-1991) obispo ultraconservador francés. Adversario
del concilio Vaticano II fundó la Fraternidad sacerdotal Pio X. Excomulgado por
Juan Pablo II visitó frecuentemente Argentina durante la dictadura militar y
fundó un importante seminario en La Reja, Buenos Aires.
2. Emilio F. MIGNONE, Iglesia y dictadura. El papel de la Iglesia a la luz
de sus relaciones con el régimen militar, Ediciones del pensamiento Nacional,
Colihue, Buenos Aires 2006, 136.
3. Resulta patético e irónico lo dicho por Enrique Angelelli en la homilía
en el entierro de Carlos de Dios Murias y Gabriel Longeville, En el
inmenso dolor que vivía comienza la homilía diciendo “debo comunicar a la diócesis las condolencias
que hemos recibido. Una de ellas de mi hermano el cardenal
Primatesta, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, todos los obispos
hubieran querido estar presentes, como el mismo nuncio apostólico,
representante del Papa en la Argentina. Los obispos no pueden hacerlo en este día, porque la
Comisión Ejecutiva del Episcopado tiene una
entrevista con el excelentísimo señor presidente de la nación.”(resaltado nuestro).
4. Rodolfo WALSH, “Carta abierta de un escritor a la Junta militar”, 24 de
marzo 1977, Nº 5, Centro cultural de la memoria, Haroldo Conti, educación para
la memoria (Buenos Aires 2010) p.11.
5. Emilio Graselli era secretario del cardenal Antonio Caggiano, vicario
castrense. A su renuncia quedó en el cargo y llevaba un impresionante fichero
con las denuncias que recibía a diario en el vicariato, en Comodoro Py. Cf.
Emilio MIGNONE, Iglesia y dictadura 40-42. En estos días se está desarrollando
el juicio por su participación en los delitos de lesa humanidad.
6. Justino, Apología I, 44.10.
7. Cf. Mateo 16,3; Juan XXIII, decreto Humanae salutis 4, convocando al
Concilio Vaticano II, 25 de diciembre 1961; Pablo VI, Ecclesiam suam 19;
Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 4, etc…
8. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi 75, y lo acaba de repetir el Papa Francisco
en la catedral del Espíritu Santo en su reciente visita a Estambul, Turquía (29
de noviembre 2014).
9.
Roberto DI STEFANO, “El púlpito y la plaza. Clero, sociedad y política de la
monarquía católica a la república rosista” Siglo XXI editores (2004)
10. Martín OBREGÓN, “La
Iglesia argentina durante el ‘Proceso’” (1976-1983). Publicado en: Prismas,
Revista de historia intelectual, Nº 9, 2005, pp. 259-270.
11. Miranda LIDA, “Por una historia social y política del
catolicismo en la Argentina del siglo XX” Revista PolHis nº8 segundo semestre
de 2011, p.127.
12. Rubén DRI, Teología y dominación. Buenos Aires, Roblanco
(1987) citado en ESQUIVEL, Juan Cruz, “Iglesia Católica, política y sociedad:
Un estudio de las relaciones entre la elite eclesiástica argentina, el Estado y
la sociedad en perspectiva histórica”. Ensayo de investigación. CLACSO (2000)
13. Así
lo afirma Horacio Verbitsky, citado en Ailín BULLENTINI, “Líder y
protagonista”, Página 12, 6 de julio 2011 (cf. http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-171600-2011-07-06.html
visto el 30 de noviembre de 2014). Vaya
nuestro reconocimiento a H. Verbitsky y a su trabajo “historia política de la
Iglesia católica”, 4 vols. (Buenos Aires 2007 – 2010), particularmente el t. 4:
“La mano izquierda de Dios” a quien se deben muchos de los elementos asumidos
en este texto.
14. Emilio MIGNONE, Iglesia y dictadura, 158.
15. Emilio MIGNONE, Iglesia y dictadura, 49.
16. Martín OBREGÓN, “La Iglesia argentina durante el ‘Proceso’”,
pp. 259-270.
17. Fortunato MALLIMACCI, “La dictadura argentina: terrorismo de
Estado e imaginario de la muerte”. Conicet (2006).
18.
Fortunato MALLIMACCI, ibid.
19. Resulta grave que el episcopado hable hoy
de una sociedad “enferma de violencia” cuando nada de esto se dijo en los
tiempos que hemos descrito en este documento y que, sin duda, lo hubieran
ameritado infinitamente más.
20. Cf. Emilio MIGNONE, Iglesia y dictadura, 200.
21. Sumaj Kawsay y Suma
Qamaña son dos frases quecha y aymara respectivamente que reflejan una
cosmovisión andina que incluye la vida en plenitud en relación con el cosmos,
la tierra, y los seres vivos. Este “vivir bien” fue incorporado en las
constituciones nacionales de las repúblicas de Bolivia y Ecuador. Las
connotaciones sociales, ecológicas, económicas y políticas son evidentes.
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