jueves, 14 de marzo de 2013

Unas notas teológicas a raíz de algunos enojos o algunos desconciertos


Unas notas teológicas

a raíz de algunos enojos o algunos desconciertos

Jesús resucitado con su Iglesia - cuadro de A. Pérez Esquivel

Eduardo de la Serna

A raíz de la elección de Jorge Mario Bergoglio como Papa, y mis comentarios o los de amigos he recibido notas de los más diversas y variadas. Entre ellas, algunas críticas destempladas, y algunas notas de un espiritualismo pseudo-teológico que me resultan preocupantes. Y me parece, entonces, un buen momento para hacer algunos comentarios teológicos sobre esto.

1.- Empiezo con una nota sobre el Espíritu Santo. Como ya he señalado en más de una ocasión, es de mucha pobreza teológica pensar que “el espíritu santo guía la elección del Papa”, o que este “fue elegido por el Espíritu Santo”.  No es eso lo que decimos al señalar al “Espíritu Santo como alma de la Iglesia”, para repetir la feliz expresión de Pablo VI. Como dijo el gran teólogo Joseph Ratzinger “en la historia de la Iglesia hay muchos papas que el Espíritu no hubiera elegido”. Hubo Papas asesinos, guerreros, corruptos, nepotistas, por ejemplo (y nada nos autoriza a pensar que eso fue cosa del pasado y no puede ocurrir más). Basta con mirar una buena “Historia de la Iglesia” para saberlo. Más aún, con un poco de ironía diría que si la cosa fuera así de “simplista” y fácil, que el Espíritu Santo empuja a los cardenales para que elijan el Papa correcto, entonces ¿por qué hay más de una tanda en la elección y no sale electo en la primera vuelta? ¿Inspira a todos los cardenales electores o sólo a los que votarán por la mayoría? ¿Por qué no hay unanimidad en la elección? Pero fuera de esto, señalemos lo importante: que el acompañamiento del Espíritu en la Iglesia no dice eso que algunos dicen. Es de muy pobre teología entenderlo de ese modo. Por eso la Iglesia pide perdón por sus pecados en la historia (Juan Pablo II insistió en eso claramente a fines del s.XX). Decir que el Espíritu Santo inspira no implica que necesariamente sea escuchado. De eso se trata el pecado: de la posibilidad de no escuchar y seguir los caminos que Dios nos propone en la historia.  Y la posibilidad de no escucharlo aplica a curas, laicos, obispos y… cardenales electores. Que se entienda bien, no estoy diciendo que los cardenales no escucharon al Espíritu Santo y por eso eligieron a Francisco Iº; estoy diciendo que es falso teológicamente decir que el Espíritu Santo digita el nombramiento de este, el anterior o el que vendrá. El modo de obrar de Dios es inspirar, sugerir, iluminar, y el modo de obrar humano incluye la posibilidad de dejarse o no conducir o guiar.

¿Y qué decimos cuando decimos que el Espíritu acompaña a su Iglesia? Para entender, podríamos mirar un poco… El pueblo de Dios de la primera alianza, Israel, tuvo momentos de fidelidad y momentos de infidelidad al proyecto de Dios. En esos momentos, hubo salmistas, profetas, jueces, entre otros, que cantaban lo bueno y cuestionaban lo malo. Cuando el pueblo veía que se hundía en la opresión y la injusticia, que se veía casi al borde de desaparecer, muchos profetas muy críticos le recordaban que “un resto” (la imagen es la de los sobrevivientes de la batalla) permanecerá. La idea de que Dios acompaña al pueblo no le impedía saber que el propio pecado lo podía llevar al borde de la desaparición; el pueblo no se estaba dejando conducir por Dios; él acompañaba, pero el pueblo (o sus dirigentes) no se dejaba acompañar.

En tiempos del Nuevo Testamento, Israel tenía claro que Dios estaba irritado con su pueblo, y por eso se había “encerrado” en el 7º cielo, y había retirado su espíritu. Por eso ya no hay profeta. Estamos como solos y abandonados en la historia. Pero la confianza –aún ante este desasosiego-  les hacía saber que “algún día” Dios romperá su silencio, habrá un profeta, volverá a derramar su espíritu. Obviamente, para los cristianos este momento llegó con Jesús.

Si miramos la historia de la Iglesia, podremos ver sin duda, momentos de gran esplendor, pero también momentos terribles. Sea en su relación con el mundo (inquisición y cruzadas encabezan todos los rankings) o hacia su interior (basta recordar los tiempos de Avignon, y la existencia de dos papas, por ejemplo). Los momentos de máximo abandono del Evangelio en la Iglesia, de todos modos no significan un abandono de Dios. Y ese es el punto. Decir que Dios no abandona, que acompaña, no significa que esté en cada acto. Ni siquiera en los oficiales. Podríamos formularnos una pregunta obvia: ¿dónde estaba el Dios que acompaña a su Iglesia: en el Papa guerrero de las cruzadas contra el Islam, o en Francisco de Asís que –en ese mismo tiempo- visita pobre y desarmado al sultán?

Esto mismo vale para nuestro tiempo, obviamente. La posibilidad de escuchar o no los caminos de Dios está viva y patente en la Iglesia de ayer y de hoy. Es común escuchar en algunas voces cristianas ideas como que “Dios quiere esto”, “Dios hace esto o lo otro”. Y la imagen de ese Dios tan activo y presente en los acontecimientos cotidianos no se condice con el Dios de Jesús, no es así como Dios actúa en la historia. El máximo obrar de Dios es la gracia (y de eso se trata también el Espíritu Santo), y una característica importante que la gracia tiene es la capacidad y posibilidad de ser rechazada. Es evidente que hablar de un Dios que actúa siempre en los diferentes acontecimientos de la historia y de la Iglesia, termina responsabilizándolo del hambre, las guerras, terremotos y pestes, o de las cruzadas y la inquisición.

Insisto que cuando decimos que el Espíritu Santo guía a la Iglesia no estamos pensando en un Dios titiritero que maneja los hilos de la historia, ni las lapiceras de los cardenales electores.  No es eso lo que decimos, aunque algunos de modo simplista o infantil, así lo entiendan.

Deseo de todo corazón que Francisco Iº sea el Papa que Dios inspiró a los cardenales y estos lo hayan escuchado, pero para saber que así sea, además, hará falta que Francisco escuche día a día “lo que el Espíritu dice a las Iglesias”. Es su tarea y responsabilidad de cada día, hacerlo o dejar de hacerlo. Y lo iremos palpando, y podremos evaluarlo a medida que vayamos viendo los pasos que como Papa vaya dando. Por el momento, sólo nos queda desear. Muchos, mirando su historia personal pueden pensar razonablemente que es dudoso que sea el Papa que Dios inspira para este tiempo de la Iglesia; otros, también razonablemente, pueden pensar lo contrario. No se trata de dogmas, se trata de convicciones válidas o razonables. Ahora, para ver la obra del Espíritu Santo en el papado de Francisco Iº sólo queda el tiempo que nos permitirá con mayor o menos sensatez descubrir o no sus huellas en nuestra historia.

2.- Otro tema que me parece importante pensar es el tema de la obediencia. No es ajeno a lo anterior. Para muchos, con una mala formación teológica, o quizás con una mentalidad también infantil, o necesidad de autoridad que les señale el camino para calmar sus ansiedades o miedos paralizantes al error, suelen entender la obediencia como la obediencia de un cuartel. Ciega y debida. Nada de eso es la obediencia en la Iglesia. Para empezar señalemos un criterio obvio: la obediencia cristiana es a Dios. Entender de otro modo la obediencia es empezar mal el camino. Y me permito un primer ejemplo ilustrativo. La Iglesia condenó a muerte -¡y ejecutó!- a Juana de Arco, por no obedecer a la Iglesia. Es muy interesante leer las actas del juicio de condena de Juana (se conserva la versión taquigráfica, y está publicada). En tiempos de una preocupante “eclesiolatría” (al decir de F. M. Léthel, gran experto en Juana) la acusación de base en todo el juicio es no obedecer a la Iglesia. A lo que Juana responde que ella está dispuesta a obedecer a la Iglesia, pero “antes debo obedecer a Jesús”. Juana escucha voces que ella interpreta como que Jesús le encarga una misión, y debe obedecer a Jesús antes que a la Iglesia. Como se sabe, fue ejecutada por su “desobediencia”. Finalmente fue canonizada.

Podemos decir, además, que la obediencia siempre en primer lugar debe ser a la propia conciencia. Nadie puede ser obligado ni se le puede pedir que obre de modo contrario a su conciencia. Así también lo afirmaba el teólogo Joseph Ratzinger: "Aún por encima del Papa como expresión de lo vinculante de la autoridad eclesiástica se halla la propia conciencia, a la que hay que obedecer la primera, si fuera necesario incluso en contra de lo que diga la autoridad eclesiástica. En esta determinación del individuo, que encuentra en la conciencia la instancia suprema y última, libre en último término frente a las pretensiones de cualquier comunidad externa, incluida la Iglesia oficial, se halla a la vez el antídoto de cualquier totalitarismo en ciernes y la verdadera obediencia eclesial se zafa de cualquier tentación totalitaria, que no podría aceptar, enfrentada con su voluntad de poder, esa clase de vinculación última."

La obediencia, entonces, no es “obediencia a la autoridad eclesiástica”. Es obediencia a Dios y a la conciencia. Es más. La autoridad eclesiástica debe ella misma –y en primer lugar- ser ella también obediente. Y –como queda dicho- existe la posibilidad de que no lo sea. El superior (vale para el cura, obispo o el mismo Papa) no es la fuente de la obediencia, es el Espíritu Santo. Por eso, por ejemplo, cuando muchos pensamos que en muchas instancias de la Iglesia actual se ha olvidado o negado el Concilio Vaticano II, tenemos claro que el Concilio en estos casos es la instancia superior. Superior al mismo Papa, y es a aquel a quien debemos –por ejemplo- obediencia.

Entender la obediencia como de cuartel, piramidal, totalitaria, es no entender nada de lo que esta significa teológicamente. La obediencia ciega (“el que obedece no se equivoca”) o la obediencia enfermante (“prefiero equivocarme con la autoridad antes que acertar sin ella”) no sólo alimenta infantilismos y fundamentalismos, sino que además es habitual provocadora de neurosis y otras enfermedades del estilo. Y veamos esto: el documento vaticano sobre la Interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993) presenta los diferentes modos de acercamiento e interpretación de la Biblia (por tanto la fuente primera de la obediencia), los más variados. Los analiza con mente abierta, los comenta, y si es el caso alerta contra algunos riesgos, pero nunca condena ninguno. O mejor: ¡sólo condena un modo de lectura! El fundamentalista. ¿Y por qué? Lo llama “suicidio del pensamiento”, porque se limita a leer y obedecer, no hay análisis, mirada, exégesis e interpretación, sólo obediencia ciega. No es eso lo que se entiende por obediencia en la Iglesia mal que le pese a los que preferirían que le digan sin duda alguna ni confusión lo que deben hacer, lo que deben evitar para tener asegurados sus caminos y sus angustias.

          La obediencia es –repetimos- a Dios. ¿Y dónde habla Dios? Ya Melchor Cano habló de los “lugares teológicos”. Allí Dios habla y nos invita a escucharlo? Es bueno recordar estos 10 lugares (presentados jerárqicamente, por otra parte) para recordar y relativizar muchos planteos.

3.- Se me ocurre un tercer tema colateral a estos: “creer en la Iglesia”. Se escucha o lee a mucha gente decir que “no creo en la Iglesia” o que otros por decir lo que dicen “no creen en la Iglesia”… Y acá hay que ser muy claros: teológicamente en la Iglesia no se cree. No se debe creer en la Iglesia. Sólo se cree en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La fe tiene que ver con la salvación y sólo Dios es capaz de salvar. ¿Pero no decimos en el credo que creemos en la Iglesia? No, no lo decimos. O para ser más precisos. En el credo apostólico (“corto”) lo que decimos es “creo la Iglesia”, sin “en”; y en el credo nicenoconstantinopolitano (“largo”) la versión castellana dice “creo en la Iglesia”, pero el latín tiene una interesante diferencia: mientras se dice “Credo in… Pater… in Filio… et in Spiritu Sancto…” (notar el “in”) al llegar a la Iglesia dice “credo eclesiam”, no dice “in”. Para decirlo “en fácil”, creemos en Dios, pero además, creemos con la fe de la Iglesia. “En la Iglesia”, entonces, es en cuanto ámbito de fe. Creo dentro de la Iglesia, con la fe de la Iglesia. La Iglesia es un pueblo creyente, y los que somos sus miembros compartimos esa fe. De eso se trata “creer en la Iglesia” (= dentro). Es bueno tener esto en claro, para compartir esa fe común, para trabajar para que esa fe sea más transparente, más ejemplarizada en la vida y testimonio de los santos/as y los mártires, pero a su vez no confundir el fin de la fe (Dios) con un medio que nos permite acceder a ella (la Iglesia). Nuevamente la tentación de eclesiolatría no sólo no hace justicia a la buena teología, sino que además termina haciendo mucho mal a la misma Iglesia.

En estos momentos en que muchos hemos opinado con libertad cristiana, y amor a la Iglesia del nombramiento del cardenal Bergoglio como Sucesor de Pedro, y algunos hasta parecen ofendidos o irritados, me permito señalar las razones teológicas por las que me siento en libertad evangélica de hablar, y hasta con el deber de decir algunas cosas. Para que la fe crezca, y hasta para invitar a más de uno/a desencantado/a con lo que los curas, obispos, cardenales o papas somos y hacemos, sepan discernir con libertad que no es razonable responsabilizar a Dios por las cosas que hacemos los humanos, y que los caminos de Dios –que estamos invitados a transitar- son siempre más grandes que cualquiera de nosotros.

2 comentarios:

  1. Gracias querido Eduardo por la claridad de siempre. Es bueno escuchar tu vos en medio de tantas cosas que se han dicho o se vienen diciendo sobre Bergoglio, la Iglesia, los curas... Comparto lo que decís. Y logro ver una unidad más allá de ideologías personales. Gracias de nuevo.

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  2. Excelente. Gracias x compartir estas razones q me dejan pensando.

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