Una nota sobre la “esperanza”
Eduardo de la Serna
A nivel popular se suele decir,
con sabiduría, que “la esperanza es lo último que se pierde”. Es que “esperanza”
es sinónimo de “resistencia”, o de “aguante”, y cuando no se resiste, o no se
aguanta más, todo parece terminado. Pero la “esperanza” es una palabra cargada
de sentido, y –además- muy variado.
Para empezar, y por encima de
todo, para los cristianos es lo que se ha llamado una “virtud teológica” (como
la fe y el amor). ¿Qué se entiende, en este caso, por esperanza? Pues aguardar
con confianza en la realización de aquello que Dios ha anunciado, o prometido.
Es la tensión promesa-cumplimiento la que está en juego, pero no cualquier
promesa –y acá está la clave- sino promesa de Dios. Podemos aclarar que esa/s
promesa/s debe estar sometida a la mirada crítica, la exégesis, la búsqueda de
sentido –sin duda- pero una vez profundizada, rumiada, escuchada, la esperanza
aguarda su realización. En sentido teológico, la esperanza es “hermana” de la
fe. Puesto que no sólo “creo en Dios” sino que también “le creo a Dios”, pues entonces
confío en la realización de su/s palabra/s. En ese sentido, también, la
esperanza es “prima” de la “confianza”. Pero esto está dicho para la “esperanza
teológica”, y hay –como se dijo- otras esperanzas.
“Esperar” es aguardar la realización
de un anuncio, o de una expectativa, pero esta “esperanza” puede ser más o
menos firme según sea el que la ha generado, o según sea bien comprendida, o según
las posibilidades y circunstancias que la hacen posible. Por ejemplo, esperar a
alguien con quien quedamos en encontrarnos depende de que hayamos comprendido
bien el lugar u hora de encuentro, de las posibilidades de que eso se concrete
o no (imponderables, por ejemplo) o de la credibilidad que merezca ese “alguien”.
Todos tenemos experiencia de encuentros frustrados por una u otra razón de este
tipo. ¿Falló, entonces, la esperanza? Ciertamente. Pero más pronto o más tarde,
volveremos a esperar algo o alguien semejante, porque “es lo último que se
pierde”. De todos modos, y esto es lo principal, la esperanza alude a algo o
alguien que “no tenemos” y por eso aguardamos. Obviamente no hay “esperanza” de
lo que se tiene, precisamente por aquello de promesa-cumplimiento. Nadie espera
que llegue alguien que ya está, y la tensión que supone “aguardar” se ha
liberado en el momento de la llegada. Y esto, con las debidas licencias, vale
para la esperanza del bus, o de la llegada de un amigo que se ha retrasado, a
la esperanza en un mundo mejor, u “otro mundo posible”.
Una nota más antes de entrar en
tema: una esperanza puede ser ilusoria, o ingenua. “Confiar” en alguien que no
lo merece, no sólo es “iluso”, sino que además puede poner en riesgo futuras
esperanzas (y las esperanzas políticas son buen ejemplo de eso). Es sano mirar
con “prudente desconfianza” si aquel o aquello que aguardamos tiene razonables
indicios de “no cumplimiento”. No se trata de “desconfianza” ciega, sino “prudencial”,
y la prudencia es también virtud (aunque se la haya –con frecuencia- deformado
o mal usado). Uno puede volver a apostar por enésima vez por darle crédito a
alguien que es mentiroso, pero es sano apostar prudentemente, mirar con calma y
atención, porque “tropezar otra vez con la misma piedra” no es virtud, sino
negligencia. Y torpeza. Y acá volvemos al inicio, la esperanza puesta en Dios
es “virtud teológica”, la esperanza puesta en las personas, puede ser sensata,
pero también ilusa, o hasta imprudente. Esperar en Dios, es teológico, esperar
en las “cosas humanas” es riesgoso, aunque vale la pena intentarlo una y otra
vez, pero con los resguardos del caso. Con prudencia. Y aquí debemos recordar –para
entrar en tema- que esperar en la Iglesia, o en el papa puede ser imprudente, o
ilusorio, o ingenuo, porque no es “en Dios” que se espera, en estos casos.
Muchas voces se han levantado en
torno a la figura del papa Francisco en este tiempo (y no me interesa hablar
aquí del papa), y una de las voces que más se escucha en diferentes regiones y
ambientes es, precisamente, la palabra esperanza. Y me quiero detener en un
caso concreto. En su homilía en la celebración del Viernes Santo, presidida por
el papa Francisco, el “predicador de la casa Pontificia” Raniero Cantalamessa
concluyó diciendo que: «se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, lleno de
promesa y de esperanza». Cantalamessa fue predicador también en tiempos de Juan
Pablo 2 y Benito 16. Y acá mi pregunta, ¿por qué ahora hay esperanza? ¿Qué se
vislumbra ahora que no había antes? ¿Por qué el predicador de la casa pontificia
no decía aquello que antes no había y faltaba? ¿Por qué ahora hay esperanza?
¿En qué se pone la esperanza?
Voy a dejar de lado que me
resulta extraño que si el predicador veía entonces que faltaban cosas
fundamentales –que ahora aguardamos- no haya renunciado, o que no las haya
denunciado con su voz cercana a los pontífices anteriores. Porque “voz tenía”,
y no la escuchamos. Y resulta que “ahora estamos llenos de promesa y esperanza”.
¿En qué? ¿Por qué? Ahora hay esperanza ¿Porque el papa dice “buenas tardes”?
¿Hay esperanza porque el papa es austero y de gestos sencillos? ¿Porque besa
enfermos y niños? Realmente, en muchos casos, y en muchas voces, hablar de “esperanza”
me resulta oportunismo, y hasta obsecuencia.
Pero hay otro ambiente, porque es
innegable que en mucha gente, de muchas partes (más allá del impulso al tema
dado por la prensa hegemónica para mostrarlo como abanderado de las causas
anti-K; para lo que basta leer la patética nota de Clarín sobre los problemas y
desafíos que “tendrá” Mario Poli con “los K”, en su nueva misión como Arzobispo
de Buenos Aires) se manifiesta “esperanza” o confianza.
En lo personal no voy a juzgar la
actitud del pueblo, y menos aún, de los pobres sobre los gestos de Francisco
que cautivan y alientan la “esperanza”. Recuerdo en Santo Domingo (convocado
con la “excusa” de los 500 años del descubrimiento de Europa) que un grupo de
obispos propuso un reconocimiento de la indígena guatemalteca Rigoberta Menchú,
con todo lo que su nombre, historia y genocidio significaba (basta con mirar -y
celebrar- el juicio por delitos de lesa humanidad comenzado ahora a Efraín Ríos
Montt, aunque sería de esperar que sea acompañado por la investigación a los
grupos evangélicos que él encabezaba, alentados por el “Instituto para la
democracia”, impulsado por Ronald Reagan y Jeanne Kilpatrick, y el silencio de
Juan Pablo II con los crímenes de curas, y obispo, religiosas y campesinos centroamericanos
a cambio de información de la CIA sobre Polonia… “una mano lava la otra”). Lo
cierto es que ante la propuesta de homenaje a Rigoberta saltó instantáneamente
en la asamblea el sector encabezado por López Trujillo proponiendo –en cambio-
un homenaje a “la Madre Teresa” (sic). Y acá un tema: es innegable el compromiso
de la Madre Teresa en favor de los pobres, aunque ahora investigadores
canadienses cuestionen de raíz su labor solidaria y su eficacia. Sin embargo,
sus amistades con sectores muy dudosos (¡Pinochet!), su aceptar dinero “de
donde venga”, la hacen sospechosa, no de preocuparse de los pobres, pero sí de
no enfrentar las causas de la pobreza. Y –más aun- es cierto que no es
necesario que todos se ocupen de eso, y alguien debe ocuparse de asistir a los
últimos y los caídos, pero sería de esperar que al menos alentara y aplaudiera
a quienes buscan –como Rigoberta- combatir las causas que engendran pobreza, y
genocidio. En suma, no basta con hablar de los pobres (aunque es importantísimo
que se haga), es necesario combatir las causas, luchar “junto a los pobres por
su liberación” (Carlos Mugica).
Que el papa hable de los pobres
es justo. ¡Gracias a Dios lo hace! Especialmente después de un papado como el
de Benito 16 en el que estaban prácticamente ausentes. Ahora bien, no es lo
mismo decir “¡ayúdenme a ayudar a los pobres!” que decir “¡dejen de producir
pobres!”. ¿Qué podemos esperar? ¿Cuál es sensata que sea nuestra esperanza?
Por un lado, quisiera destacar
que les niego todo derecho a hablar de “esperanza” ahora, a los que no
criticaban cómo o hacia dónde era conducida la Iglesia en los papados
anteriores. Me resulta oportunista, o falsa. Y a quienes los veían con
incomodidad, como ajenos o extraños al modo de ser de Jesús, les reconoceré ese
derecho aunque quisiera invitar –si pudiera- a no poner la confianza en una
persona. ¿Qué el Espíritu Santo acompaña la Iglesia? No lo dudo, pero tampoco
dudo de la “infinita” capacidad humana de no escucharlo. ¿Podemos esperar una
nueva primavera eclesial? La esperanza es lo último que se pierde. ¿Podemos
aguardar que lo sea? Tengo mis dudas, Francisco me parece más parecido a Juan
Pablo que a Benito, pero no a Juan 23. ¿Podemos soñar que es posible? Sin duda.
La prudencia invita a mirar a la persona, mirar sus pasos, no solo sus gestos,
porque “mejor que decir es hacer” (o para decirlo en latín, “res non verba”).
En lo personal, espero, y sigo esperando pero no en Francisco sino en que el
Espíritu Santo sople y sea escuchado; miles de casos hay en la historia. Y
cuando los gestos ¡y las actitudes!, muestren que el espíritu es escuchado,
tendremos más motivos y razones para “confiar”, aunque sigan aplaudiendo los
obsecuentes.
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