viernes, 5 de abril de 2013

El lenguaje de Jesús


El lenguaje de Jesús (*)
Eduardo de la Serna

Resumen:
Se presenta el modo de predicar de Jesús, para lo que se presenta el “reino de Dios” como el qué de su predicación para luego señalar el cómo de dicha predicación. Este se concreta en hechos de Jesús como parte indispensable de su predicación del Dios “abbá”, tanto en los milagros, los exorcismos, como las comidas de Jesús. Estas, a su vez complementadas por sus palabras. No solamente las parábolas, sino también sus controversias que lo llevan a la muerte, palabra definitiva confirmada por el Padre en la resurrección.
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Los investigadores contemporáneos se han preguntado –y lo siguen haciendo- quién es Jesús. Qué hizo, o dijo, cómo fue –aproximadamente- su vida, y qué lo condujo a la muerte, cómo lo vieron sus contemporáneos, sean estos compañeros, competidores y hasta enemigos. E incluso, también aproximadamente, qué dijo Jesús de sí mismo, cómo se concibió y se presentó ante su auditorio. Pero, precisamente por esto último, es importante señalar –como se ha hecho- que Jesús casi no habló de sí mismo, puesto que en realidad Jesús se presenta simplemente predicando, con dichos y gestos, que Dios quiere reinar. Y “algo” tiene para decir, Jesús, sobre este reinado.
            Pero resulta llamativo, mirando su hablar, que Jesús no aparece como persona de grandes discursos, debates intelectuales, o un gran expositor. Si nos preguntáramos distraídamente, lo primero que nos surge al pensar en el modo de hablar de Jesús, diríamos “las parábolas”, las cuales no son, precisamente, discursos de academia. Sin embargo, mirando los Evangelios resulta llamativo que los contemporáneos también supieron “leer” o “escuchar” los gestos y acciones de Jesús, los que provocaban en los presentes estupor y admiración: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva expuesta con autoridad! Manda a los espíritus impuros y estos le obedecen” (Mc 1,27). Sin duda es la “autoridad” lo que cuenta, en este caso –y en otros- y lo que provoca una reacción “hacia” Jesús de parte de los espectadores. Por eso, al preguntarnos sobre el “lenguaje de Jesús”, no sería justo quedarnos en una simple mirada superficial o simplista que se detenga en su lenguaje oral, descuidando el gestual, o el simbólico. Sin embargo, todavía antes de presentar estos elementos, es necesario detenernos en una pregunta fundamental: antes de interrogarnos cómo habla Jesús, es imprescindible saber de qué habla. Por cierto esto será a su vez la conclusión, pero resulta claro que el qué es el que determina el cómo. Y esto, en Jesús (y en sus gestos, además de sus palabras) es lo que lo constituye en predicador.
            Para quienes nos presentamos como seguidores de este Jesús, responder esta pregunta no es simplemente dar lugar a una curiosidad histórica, o una duda “piadosa”, sino también detenernos en ese mismo qué y cómo que deben constituirnos. Si Jesús se presenta como uno que ha venido “para” evangelizar, sus seguidores existen precisamente “para” eso mismo: “La Iglesia existe para evangelizar” afirmaba el recordado Pablo VI. Y –por otro lado- si Jesús es evangelizador –anunciador- del reino de Dios, no parece que haya de ser otro el anuncio de sus seguidores. Finalmente, si con sus gestos y palabras, Jesús “habla de Dios”, parece razonable que sea él –y no otro, por “serio” que aparezca- el primer modelo y el mejor ejemplo de “teo-logo”, y sea sobre todo él, a quien deberíamos mirar y en quien deberíamos reflejarnos. Preguntarnos por el lenguaje de Jesús no debería ser una mera pregunta de ocasión, sino sobre todo, por seguidores, una pregunta por nuestro propio ser y sentido.
Jesús predica el Reino de Dios
Casi podríamos decir que Jesús no tiene otro tema sino sólo “el reino de Dios”. Marcos lo señala como el primer discurso de Jesús (1,15) y los historiadores coinciden en afirmar que el tema y término proceden del Jesús histórico. Resulta curioso que Jesús nunca explica en qué consiste este reino, por lo que podemos suponer que los destinatarios lo comprendían sin problemas. Con ejemplos –parábolas- sí detalla a qué se asemeja (o a qué no se asemeja). Al igual que en castellano, en el lenguaje bíblico, el término “reino” es ambiguo. Para no abundar en disquisiciones señalemos que Dios “reina” allí donde y cuando se hace su voluntad. Cuando el pueblo de Dios se dirige por “otros caminos”, cuando pretende ser como los demás pueblos, cuando sus autoridades se desvían, la historia les indica que Dios ha enviado diferentes personajes, como los profetas, para corregir el rumbo. “Así habla Yahvé” repiten estos una y otra vez. Pero la persistente actitud de desobediencia del pueblo y sus dirigentes llevó –en los últimos siglos del Primer Testamento- a entender que Dios se ha molestado con los suyos, y se encerró en el “séptimo cielo”, y retiró su espíritu. Será un “día” –indeterminado- en el que él decidirá romper su silencio, volverán los (o el) profetas y se derramará el espíritu. Pero esto ocurrirá cuando el pueblo esté dispuesto a escuchar la palabra de Dios, es decir, cuando pueda “reinar”.
            Sin embargo, es importante tener claro que hay diferentes “lenguajes sobre Dios”, y por tanto, no es lo mismo que el que reine sea un dios sádico, un dios tirano, un dios indiferente… El “reino de Dios” es inescindible del “Dios del reino”. Y a este Dios, Jesús lo presenta como “papá” (abbá). Es curioso –sin embargo- que, hablando del reino, no destaque a Dios como “rey”, sino como padre, y esto no es ocasional. Siempre que Jesús habla de Dios (con la única excepción del momento de la cruz donde parece citar el Sal 22: “Dios mío… ¿por qué me has abandonado?”) se refiere a él como “padre”. Esto no es meramente simbólico, “padre” dice familia, y dice “hijos”. Siendo que un tema muy importante de Israel es el reconocimiento de los demás miembros del pueblo como “hermanos” a los que debe tratarse como tales, resulta fácil concluir que Dios reina cuando sus hijos viven como verdaderos hermanos (y hermanas). Sobre esto volveremos. Pero es importante notar que el reino es una iniciativa divina, no es preciso hablar de “edificar/construir el reino”, ya que este es “de Dios”, es gratuidad. Pero eso no impide notar claramente que si bien el reino es “don”, es a su vez “tarea”. Es “tarea” de los seguidores de Jesús.
            Uno de los aspectos que han resaltado los modernos estudios sobre Jesús es resaltar su condición de judío. Es precisamente como tal que viene a “reunir a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”, o que pretende “reunir al Israel disperso”. Resulta anacrónico pensar que Jesús viene a “fundar una nueva religión”. Jesús viene, como enviado del padre Dios, a anunciar que Él se ha decidido a empezar a reinar en la fraternidad (y sororidad) de los miembros del pueblo de Dios.
Pero este comienzo es claramente una “buena noticia” (= evangelio). Especialmente para quienes por diferentes situaciones estaban habituados a “malas noticias”, los pobres. Para quienes no son tenidos en cuenta como hermanos, para los oprimidos, los despreciados, para quienes no son valorados especialmente por quienes se sienten o actúan como “dueños” de las llaves, o del pueblo, los que ya desde los profetas son cuestionados como malos (o falsos) pastores que no conducen al pueblo, o que se desentienden (o matan) a las “ovejas”.
            Es imprescindible notar que Jesús no pretende comunicar una mera “noticia”, sino una noticia que expresamente –en continuidad con un discípulo (¡o discípula!) de Isaías- califica de “buena”. Es decir, una noticia no solamente interpretada, sino en la que elige tomar parte.
            Ahora bien, y volveremos sobre esto, es una noticia que expresamente se dirige a los pobres: “el espíritu me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres” (Lc 4,18). Resulta curioso, en nuestros días, que algunos evangelizadores sean cuestionados por insistir en este aspecto. “¿Por qué habla tanto (sic) de los pobres?; ¿y los ricos?; ¿acaso no hay pobres malos?” No se comprende que los que dedican su vida y ministerio a evangelizar a los pobres sean quienes deben explicar su proceder, cuando pareciera que son precisamente quienes no lo hacen los que debieran justificar su accionar y su predicación no obrando conforme al obrar de Jesús. Precisamente es esta estrecha relación entre contenido y destinatarios lo que transforma la predicación en “buena noticia”. También volveremos sobre esto.
            Es después de esta breve introducción que podremos detenernos a comentar cómo es que Jesús anuncia esta buena noticia del reinado de Dios. Miraremos entonces, sus gestos y acciones y también sus palabras.
El obrar de Jesús
Así como una primera y rápida pregunta por las palabras de Jesús suscitaría la respuesta sobre las parábolas, una primera pregunta sobre sus gestos, miraría los milagros. Esto no es incorrecto, aunque sea limitado y parcial. Comenzaremos, entonces, por los milagros, pero luego miraremos otros gestos que ameritan también un comentario.
            En realidad, el término “milagro” es un término ambiguo y con frecuencia no permite comprender con precisión su sentido. Nuestra mentalidad moderna, suele detenerse en el umbral de la ciencia, y por milagro se entiende una curación o algo del estilo que no es explicable por la ciencia (sin que quede claro qué pasaría si la ciencia de mañana pudiera explicarlo). En el ambiente bíblico, por milagro debe entenderse un acontecimiento, normalmente extraordinario, en el que los testigos descubren la presencia de Dios. Por esto un milagro presupone la fe, y conduce a más fe. No se formula la pregunta acerca de cómo ha sucedido tal o cual cosa, sino para qué. Es precisamente esta pregunta la que nos ubica los milagros de Jesús en el marco de su predicación del reino. Lo primero que podríamos decir, en este sentido, es que la enfermedad no es conforme a la voluntad de Dios, Él no la quiere, y por eso –para que se haga su voluntad, para que Él reine- Jesús combate la enfermedad. Sea esta la ceguera, la parálisis o la lepra (todas, además, con buena carga simbólica). Dios quiere que la humanidad pueda ver el camino (contra la ceguera), y ponerse a andar (contra la parálisis) como pueblo de hermanos (contra la lepra).
            Un espacio particular merecen los exorcismos. En realidad, el término “exorcismo” no es el más adecuado (además de la carga “hollywoodense” que suele tener), el término preferido en los evangelios es “expulsó”. Una fuerza externa debilita a alguien de por sí débil (mujeres, niños, marginados) alienándolo como persona. La acción de Jesús puede calificarse de particularmente humanizadora. La antropología cultural ha dedicado interesantes páginas a este tema, pero deteniéndonos en el lenguaje, señalemos que es en este terreno donde se señala particularmente que Jesús “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). En este tema, por otra parte, se comienza a notar el desarrollo del conflicto. No son pocos los relatos de expulsión de demonios que terminan en conflicto (a diferencia de los milagros que suelen terminar con los testigos “maravillados”). Probablemente es en los exorcismos donde más patente se ve la presencia del reino (y el enfrentamiento con el anti-reino): “si expulso a los demonios por el dedo/espíritu de Dios, es que ha llegado a ustedes el reino de Dios” (Mt 12,28/Lc 11,20). Las personas alienadas por la opresión –por ejemplo, la situación de violencia que se padece en la Palestina y alrededores en el siglo I, a causa de las Legiones romanas, los impuestos y las complicidades de patrones y sacerdotes- encuentran en Jesús uno que “les hace bien”. El endemoniado de Gerasa queda: “sentado, vestido y en su sano juicio” después de vagar como un no-humano por los sepulcros, hiriéndose y negándose a todo contacto humano (Mc 5,1-20). Es en la humanización de los débiles donde Dios reina. El desahuciado vuelve a ser visto como hermano.
            En este sentido, no podemos dejar de lado las miradas (“lo miró”, “viendo”…) de Jesús, o también su actitud de “tocar” (o ser tocado). No hace falta señalar lo profundamente humanos que son estos gestos y actitudes. A modo de ejemplo, notemos el caso del leproso: éste permanece a distancia de Jesús. La legislación no le permitía acercarse. También él es un no-humano, lo más semejante a un muerto que existe, sin poder entrar en contacto con los demás, ni tampoco con Dios. Todo lo que este tocara queda impuro, y también quien lo tocara; por eso debe vivir fuera de la ciudad y aislado (a menos que se juntara con otros leprosos como él). A distancia, pues, le dice que si quiere puede limpiarlo (notar el verbo, no pide curarse). Pero sorpresivamente, Jesús lo toca. No es el caso señalar que esto haría impuro al Señor, lo importante es el contraste entre una legislación que excluye en nombre de la “pureza” (limpiar), y un predicador que incluye: es la persona humana la que cuenta, antes que la ley. Jesús entra en contacto con el leproso, y eso sirve de testimonio para una religión que “separa”, en contraste con un Dios que reina recibiendo como hermano al despreciado y rechazado.
            Un elemento que se destaca con frecuencia en los gestos de Jesús es lo que solemos llamar su “compasión”, su misericordia. En griego, la referencia es a las “tripas” de Jesús, a su actitud entrañable. Frente al dolor, a Jesús se le conmueven sus entrañas y no puede permanecer impasible ante esto. El dolor también limita la humanidad, la condiciona y hasta la elimina. Ante el hambre de la multitud, el dolor de una viuda, la exclusión del leproso, Jesús se conmueve. Pero a diferencia de la “compasión sensible” que tantas veces manifestamos ante las víctimas del hambre, la violencia o la guerra, Jesús no sólo se con-mueve a causa del dolor sino que esto lo mueve hacia el/los doliente/s, y busca eliminar la causa del dolor que deshumaniza limpiando al leproso, resucitando al hijo de la viuda o alimentando de pan y peces a la multitud. Se debe notar claramente que la principal característica “pastoral” de Jesús es la compasión: “sintió compasión de ellos porque estaban como ovejas que no tienen pastor” (Mc 6,34).
            Los Evangelios, particularmente san Lucas, dedican espacio a las “comidas de Jesús”. Entre estas, destacan las comidas con “pecadores”. Resulta sintomático que el comentario de los testigos es, con escándalo, “¡y come con ellos!” (Lc 15,2). Para comprender bien esto, es importante señalar que en el mundo antiguo, sólo se come con quien “es como uno”. El dicho “dime con quién andas y te diré quién eres” era perfectamente aplicable al ambiente del Mediterráneo del siglo I. Si Jesús come con pecadores, eso indica que él es uno de ellos. El ambiente “religioso” de Israel se caracterizaba, por ejemplo, por los ayunos. Esta actitud frente a las comidas era indicio de separación y pureza. Los discípulos de los fariseos y los de Juan el Bautista, así como los esenios, se caracterizan por sus ayunos (Mc 2,18). Jesús, en cambio, se caracteriza por su participación en banquetes. También sus discípulos. Tanto que los comentarios “de la calle” a Jesús lo llaman “comilón y borracho” (Lc 7,34). La comida es un espacio característico de integración o exclusión. Y mientras la religiosidad de los piadosos se considera exclusiva, y esto se manifiesta en sus mesas, Jesús elige mostrarse inclusivo, particularmente con aquellos que los primeros rechazaban. Quizás por esto es que al reino “se entra”, ya que sólo una mesa en la que los despreciados, los últimos y rechazados tengan cabida será una mesa de hermanos y hermanas. Si no, se trata de una mesa de puros, o de perfectos. Como el hermano de la parábola que se niega a participar del banquete que el padre da al hijo menor, particularmente negándose a reconocerlo como hermano (“ese hijo tuyo”, Lc 15,36) al que tanto el padre (15,32) como el sirviente (15,27) han llamado: “tu hermano”. Las comidas de las que Jesús participa, en las que todos tienen cabida –rompiendo con toda libertad con los patrones culturales y religiosos de su tiempo-, particularmente los rechazados y menos-preciados son un fuerte signo vivo de su predicación del reino, en el que todos/as están invitados a sentirse y saberse hermanos/as. Experiencia que se niegan tener aquellos que no quieren reconocer a otros como “hijos de Abraham” (Lc 13,16; 19,9), esto es: como hermanos.
            Un último elemento que podemos señalar, en continuidad con lo que venimos diciendo, es que Jesús se sabe enviado a restaurar Israel. El reconocimiento de los demás como hermanos/as, los hijos de Abraham, el Dios que elije reinar, nos ubica a Jesús en continuidad con Israel, pero señalando y corrigiendo lo que –según él- no lleva a ser en verdad Israel, un pueblo según la voluntad de Dios. A modo de ejemplo, notemos dos aspectos importantes: Jesús y la mujer y la elección de los Doce. El tema de la mujer no era uniforme en Israel, y diferentes grupos tenían diferentes actitudes frente a las mujeres. Con las características propias de cada evangelio, es notable el lugar que Jesús les da en su grupo, aunque esto –como en otras cosas que hemos señalado- significara un desprestigio social o cultural (como también ocurre con la elección de publicanos en su grupo). Es notable que Jesús tuviera discípulas, y muy probable que ellas participaran de las comidas de Jesús. Sin duda esto decía una palabra sobre la mujer, y –particularmente- sobre como es el Dios que quiere reinar entre los suyos. Y suyas.
            Dentro de los seguidores, es sabido que Jesús elige “Doce”. No porque sólo hubiera ese número en su entorno, sino por una expresa intención de “decir” algo. Doce son las tribus de Israel, y eligiéndolos, Jesús ejemplifica, visualiza su misión restauradora de Israel. Es posible, incluso, que los Doce no fueran siempre los mismos aunque muchos permanecieran desde el comienzo, lo cierto es que no importaban tanto los nombres cuanto el número. Su sentido simbólico es reflejo del envío a un pueblo. Doce son los hijos de Jacob, que dan origen a las tribus; por eso es razonable que aunque hubiera mujeres en su grupo, los Doce fueran varones; sencillamente para “decir” Israel, el renovado, el de los tiempos mesiánicos.
Las palabras de Jesús
Sin embargo, Jesús también “dice” oralmente, no solamente con hechos sino también con palabras. Notemos algunos elementos del lenguaje oral del Señor.
            Empecemos destacando que sería pretencioso –y falso- insinuar que pensamos destacar o sintetizar en unos pocos renglones todas las parábolas de Jesús. Lo que nos interesa es mostrar su lenguaje. Y el lenguaje de las parábolas es ciertamente “popular”. La sabiduría de Israel se expresa popularmente en lo que se denomina el “mashal” (= proverbio). Dentro de estos proverbios, ocupa un lugar interesante el proverbio en el que se compara una actitud –positiva o negativa- con una imagen: “manzana de oro con adornos de plata es la palabra dicha a tiempo” (Pr 25,11). Como es evidente, la plata y el oro son ilustración de lo que importa en el proverbio, en este caso, la palabra. Un narrador encontrará mejores o peores ilustraciones para lo que desee resaltar, y la sabiduría popular se alimenta de estos relatos. Pues bien, la parábola es una “ampliación narrativa” del mashal. El narrador se detendrá , por ejemplo, en el amigo que regala a otro una manzana de oro a causa de una celebración, etc… pero evidentemente no es la manzana, ni siquiera el oro lo importante, sino la palabra. Pues bien, Jesús fue sin dudas un narrador de parábolas. Y es importante notar que, como venimos diciendo, en general, lo que importa es precisamente el reino de Dios. Utilizará un elemento u otro, destacará un aspecto en una parábola y otro en la siguiente, pero el reino de Dios aparece como central en gran cantidad de parábolas. Para ello destacará un sembrado, una pesca, una casa. En otras parábolas preferirá destacar actitudes, como la compasión de un samaritano, o la compasión de un padre ante su hijo que vuelve a casa (notar el uso de la “compasión” en ambos casos), o la de un acreedor ante una deuda inmensa e imposible. En algunos casos, se contrastan actitudes como un rico y un pobre, un fariseo y un publicano, un padre y su hijo mayor, siendo sorprendente el final del relato… Lo que interesa en todos estos casos es que, por un lado, aun cuando no hable expresamente del reino de Dios, Jesús destaca o presenta actitudes que son propias del reino como el perdón, la compasión, el amor, la confianza plena en Dios. Y para destacar estos elementos, no habla de oro y plata, sino de cosecha, de cosechadores, de pesca o de familias, o incluso mostrando aspectos claramente contra-culturales como un hijo que pide su herencia (y el padre que la da), un publicano justificado, un samaritano modelo de amor, un rey que perdona una deuda inmensa (y no se debe olvidar el marco socio-económico y la gravedad del tema de las deudas que tantas veces Jesús remarca, y que lamentablemente ha sido disimulado en la nueva versión castellana del Padre Nuestro). En el lenguaje de Jesús, al destacar el tema de las parábolas no puede menos que llamar la atención que su lenguaje es un “hablar desde las víctimas”. Incluso es llamativo que aunque hable del reino, el Dios que se muestra no es habitualmente un rey sino un padre, y un padre muy lejano del autoritarismo patriarcal que se esperaría, sino por el contrario, un padre con aspectos bastante “maternales”, si puede decirse así. Mirando sus parábolas no podemos menos que comprender el “lugar” de Jesús, el “lugar” desde el que habla.
            Sin embargo, no podemos tampoco descuidar que precisamente el hablar del Dios de Jesús, con gestos y palabras, desata en su ambiente un conflicto, particularmente con los “teólogos” de su tiempo. Las controversias de Jesús no deberían descuidarse, particularmente si hemos de tener en cuenta que el conflicto que se desata será decisivo a la hora de la cruz.
            Para comenzar señalemos que muchos de estos conflictos, claramente teológicos, se desatan particularmente a consecuencia de “hechos” de Jesús. Los testigos saben “leer” los hechos, saben que Jesús está “hablando” al tocar un leproso, al curar en sábado, al expulsar demonios. Y que Jesús está hablando de ese Dios al que llama “padre”. Muchas de esas controversias tienen una connotación hermenéutica: no es ese que ustedes le dan, el sentido del sábado, o de la pureza, o de tal o cual texto de la ley. Mateo lo sintetiza con la fórmula: “han oído que se dijo… pero yo les digo” (5,21-48). Pero las respuestas de Jesús sobre otros aspectos de la ley también lo ilustran: “el hijo del hombre es señor del sábado” (Mc 2,28; es posible que “hijo del hombre” en este caso deba entenderse “el ser humano” en general); o “es lícito, en sábado, hacer el bien en lugar del mal” (Mc 3,4). Podríamos decir que el Dios –abbá- que Jesús muestra con sus palabras y actitudes, no parece “el mismo” que el que los teólogos contemporáneos defienden. Lo mismo puede decirse de las purificaciones, las comidas y los miembros (impuros) del movimiento de Jesús. Jesús parece presentar “otro Dios” y por lo tanto, otro modo de aproximarse a Dios, muy diferente al que los teólogos presentan. O –para ser más precisos- un modo de recibir al Dios que se aproxima, muy diferente al “dios” que pretende obras, méritos, acciones para que con esfuerzo, el ser humano pueda acceder a él (un dios bastante pigmeo, podríamos añadir, si así fuera). Pero este “dios de selectos” parece entrar en conflicto con este “padre de todos y todas” de Jesús. Y precisamente por eso, el conflicto se desencadena, y –no podría ser de otra manera- es en Jerusalén donde alcanza su culminación.
            La diosa “Roma”, y el culto al emperador, que como buen representante, Pilatos se ocupó de afianzar (como se ve en las monedas que hizo acuñar), y la crisis con las autoridades judías, desembocaron en un conflicto que no podía tener otro fin sino la muerte. Especialmente porque Jesús se negaba a desdecirse, lo que significaría –obviamente- negar a ese Dios que mostraba con sus palabras y actitudes. La condena a muerte resultaba, sin dudas, el triunfo del dios de los adversarios. Aceptara la muerte o no (desdiciéndose) Jesús sería derrotado. Y eligió aceptar el camino de la fidelidad. Fidelidad a todo lo que había dicho y hecho, lo que significa fidelidad al rostro de Dios padre que mostró. Fue así que la cruz resultó, por así decirlo, la última palabra de Jesús. “A pesar de todo, él es mi Dios” pueden haber sido sus últimas palabras (que en arameo explicarían la confusión con Elías). Sea como fuere, aceptar la cruz también es una palabra: no la de un Dios sádico que quiere sangre y dolor (ese es el dios de los crucificadores), sino aceptarla como último y definitivo acto de amor y fidelidad a ese Dios que tozudamente se negó a negar. La cruz nos abre un camino nuevo, no por el dolor y la muerte, no porque Dios quiera esa sangre, sino por el amor extremo (Jn 13,1).
            Sin embargo, aunque la cruz sea una palabra, esta es la palabra del fracaso y la derrota, y del triunfo de los violentos y asesinos, si aquí culmina todo. La resurrección es también una palabra, esta de Dios. Ante el conflicto desatado y concluido con la muerte del predicador de parábolas, profeta de Galilea, Dios se reserva una palabra luego de su silencio en la cruz. La resurrección es un Dios que toma postura en el conflicto a favor de su Hijo. Resucitándolo, Dios confirma las palabras y gestos de Jesús como verdadera “palabra de Dios”. Escuchar la resurrección como palabra es saber que esa sistemática actitud de Jesús de hacer suyo el lenguaje de los pobres, de compadecerse de las víctimas, de mostrar un Dios que es padre de todos y todas, pero que para que sea –precisamente de todos y todas- debe estar en el “lugar” de los últimos, pues esas palabras de Jesús resultan análogas a aquellas de Job a quien Dios le afirma que “Job habló bien”, a diferencia de los defensores de Dios, y teólogos tradicionales que “no hablaron bien” porque no supieron hablar desde el sufrimiento del (de los) inocente (s). La resurrección es la última palabra que confirma, desde la vida, que tiene la última palabra en el drama, que todas las palabras de Jesús revelan un Dios que quiere mostrarse como padre, y siéndolo se hace su voluntad “en la tierra, como en el cielo”.
Conclusión
Las palabras de Jesús, su lenguaje de compasión y de pueblo, encontraron eco en sus seguidores. Siempre adaptando dichas palabras y actitudes a los nuevos destinatarios. Sería motivo de otro artículo presentar dicha continuidad, pero señalemos brevemente los hilos conductores:


·                      Desde muy pronto, el cristianismo de los orígenes supo ver una clara continuidad con Jesús en la predicación a los paganos y la aceptación de estos sin reclamar la circuncisión. En continuidad con algunos profetas, supieron ver en estos, verdaderos hermanos que se incorporaron a Israel en el reconocimiento de su Dios (el abbá), siendo recibidos como verdaderos hermanos (aunque con dificultades y conflictos, por cierto);


·          La primitiva predicación a los paganos (el kerigma) supuso la invitación a abandonar los ídolos. La aceptación del Dios único y verdadero (1 Tes 1,9), Dios que es salvación para “todos” los que creen. El enfrentamiento con los ídolos, tan frecuente en los profetas bíblicos, tiene como objetivo principal que la confianza no esté puesta en lo que no-es-dios, y se afiance la vida en el Dios que quiere “el derecho y la justicia” para su pueblo.



·          Pablo, como justo representante del cristianismo de la primera generación cristiana, pone toda su confianza en que lo que permite acceder a Dios, encontrarse con él, no son los méritos, ni el estricto cumplimiento de la ley, sino “la gracia”. Esto es, el abajamiento de Dios hacia la debilidad humana para que “todos” (y no solamente los “fuertes”) puedan participar de la vida divina.


·          En la segunda generación cristiana, los evangelistas supieron adaptar las palabras y hechos de Jesús para que fueran a su vez “buena noticia” para sus comunidades, cada una de ellas con situaciones, conflictos y problemáticas diferentes. Así, Mateo, Marcos, Lucas y Juan supieron ser fieles a las personas y realidades de su tiemplo sin perder ni un ápice su fidelidad a Jesús y su buena noticia. Así fueron “multiplicadores” y “re-creadores” del lenguaje sobre Dios y su reinado que Jesús proclamó con su vida, selló con su muerte y el Padre Dios confirmó con su resurrección.



Bibliografía complementaria:


R. Aguirre, La mesa compartida. Estudios del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales (Sal Terrae, Santander 1994) [Presenta un importante trabajo sobre las mesas de Jesús, particularmente en el Evangelio de Lucas, y otros artículos: sobre el Reino, la radicalidad evangélica, la cruz y la pluralidad].

G. Barbaglio, Jesús, hebreo de Galilea. Investigación histórica (Edit. Secretariado Trinitario, Salamanca 2003);

J. Gnilka, Jesús de Nazareth. Mensaje e historia (Herder, Barcelona 1993);

S. Guijarro Oporto, Reino y Familia en Conflicto. Una aportación al estudio del Jesús histórico, EstBib 56 (1998) 507-541 [sintetiza su trabajo cumbre: “Fidelidades en conflicto. La ruptura con la familia por causa del discipulado y de la misión en la tradición sinóptica” sobre la familia y el reino, publicado por la universidad de Salamanca 1998];

G. Lohfink, La Iglesia que Jesús quería. Dimensión comunitaria de la fe cristiana (Edit. DDB, Bilbao 1986);

G. Lohfink, ¿Necesita Dios la Iglesia?, (Edit. San Pablo, Madrid 1999);

H. Lona, Jesús según el anuncio de los cuatro evangelios (Edit. Claretiana, Buenos Aires 2009);

J. P. Meier, Un Judío Marginal. Tomos I-IV (Verbo Divino, Navarra 1997-2010) [el tomo V y último, está en proceso de elaboración];

J. P. Meier, “Jesús”, en R. E. Brown et al. (eds.) Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento y artículos temáticos, ed. Verbo Divino, Navarra 2004, 1078-1096

H. Moxnes, Poner a Jesús en su lugar. Una visión radical del grupo familiar y el Reino de Dios (Edit. Verbo Divino, Navarra 2005);

J. A. Pagola, Jesús. Aproximación histórica (Ed. Claretiana, Buenos Aires 2009);

G. Theissen - A. Merz, El Jesús histórico (Ed. Sígueme, Salamanca 1998).



  • Original publicado en la revista CLAR (Bogotá) 50/1 (2012) pp. 54-69
  • Imagen tomada de blog.woll.es

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