El lenguaje de Jesús (*)
Eduardo de la Serna
Resumen:
Se presenta el modo de predicar de Jesús,
para lo que se presenta el “reino de Dios” como el qué de su predicación para
luego señalar el cómo de dicha predicación. Este se concreta en hechos de Jesús
como parte indispensable de su predicación del Dios “abbá”, tanto en los
milagros, los exorcismos, como las comidas de Jesús. Estas, a su vez
complementadas por sus palabras. No solamente las parábolas, sino también sus
controversias que lo llevan a la muerte, palabra definitiva confirmada por el
Padre en la resurrección.
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Los investigadores contemporáneos se han
preguntado –y lo siguen haciendo- quién es Jesús. Qué hizo, o dijo, cómo fue
–aproximadamente- su vida, y qué lo condujo a la muerte, cómo lo vieron sus
contemporáneos, sean estos compañeros, competidores y hasta enemigos. E
incluso, también aproximadamente, qué dijo Jesús de sí mismo, cómo se concibió
y se presentó ante su auditorio. Pero, precisamente por esto último, es
importante señalar –como se ha hecho- que Jesús casi no habló de sí mismo,
puesto que en realidad Jesús se presenta simplemente predicando, con dichos y
gestos, que Dios quiere reinar. Y “algo” tiene para decir, Jesús, sobre
este reinado.
Pero
resulta llamativo, mirando su hablar, que Jesús no aparece como persona
de grandes discursos, debates intelectuales, o un gran expositor. Si nos
preguntáramos distraídamente, lo primero que nos surge al pensar en el modo de
hablar de Jesús, diríamos “las parábolas”, las cuales no son, precisamente,
discursos de academia. Sin embargo, mirando los Evangelios resulta llamativo
que los contemporáneos también supieron “leer” o “escuchar” los gestos y
acciones de Jesús, los que provocaban en los presentes estupor y admiración: “¿Qué
es esto? ¡Una doctrina nueva expuesta con autoridad! Manda a los espíritus
impuros y estos le obedecen” (Mc 1,27). Sin duda es la “autoridad” lo que
cuenta, en este caso –y en otros- y lo que provoca una reacción “hacia”
Jesús de parte de los espectadores. Por eso, al preguntarnos sobre el “lenguaje
de Jesús”, no sería justo quedarnos en una simple mirada superficial o
simplista que se detenga en su lenguaje oral, descuidando el gestual, o el
simbólico. Sin embargo, todavía antes de presentar estos elementos, es
necesario detenernos en una pregunta fundamental: antes de interrogarnos cómo
habla Jesús, es imprescindible saber de qué habla. Por cierto esto será
a su vez la conclusión, pero resulta claro que el qué es el que determina
el cómo. Y esto, en Jesús (y en sus gestos, además de sus palabras) es
lo que lo constituye en predicador.
Para
quienes nos presentamos como seguidores de este Jesús, responder esta pregunta
no es simplemente dar lugar a una curiosidad histórica, o una duda “piadosa”,
sino también detenernos en ese mismo qué y cómo que deben
constituirnos. Si Jesús se presenta como uno que ha venido “para” evangelizar,
sus seguidores existen precisamente “para” eso mismo: “La Iglesia existe
para evangelizar” afirmaba el recordado Pablo VI. Y –por otro lado- si
Jesús es evangelizador –anunciador- del reino de Dios, no parece que haya de
ser otro el anuncio de sus seguidores. Finalmente, si con sus gestos y
palabras, Jesús “habla de Dios”, parece razonable que sea él –y no otro, por
“serio” que aparezca- el primer modelo y el mejor ejemplo de “teo-logo”, y sea
sobre todo él, a quien deberíamos mirar y en quien deberíamos reflejarnos.
Preguntarnos por el lenguaje de Jesús no debería ser una mera pregunta de
ocasión, sino sobre todo, por seguidores, una pregunta por nuestro propio ser y
sentido.
Jesús
predica el Reino de Dios
Casi podríamos decir que Jesús no tiene
otro tema sino sólo “el reino de Dios”. Marcos lo señala como el primer
discurso de Jesús (1,15) y los historiadores coinciden en afirmar que el tema y
término proceden del Jesús histórico. Resulta curioso que Jesús nunca explica
en qué consiste este reino, por lo que podemos suponer que los destinatarios lo
comprendían sin problemas. Con ejemplos –parábolas- sí detalla a qué se asemeja
(o a qué no se asemeja). Al igual que en castellano, en el lenguaje bíblico, el
término “reino” es ambiguo. Para no abundar en disquisiciones señalemos que
Dios “reina” allí donde y cuando se hace su voluntad. Cuando el pueblo de Dios
se dirige por “otros caminos”, cuando pretende ser como los demás pueblos,
cuando sus autoridades se desvían, la historia les indica que Dios ha enviado
diferentes personajes, como los profetas, para corregir el rumbo. “Así habla
Yahvé” repiten estos una y otra vez. Pero la persistente actitud de
desobediencia del pueblo y sus dirigentes llevó –en los últimos siglos del
Primer Testamento- a entender que Dios se ha molestado con los suyos, y se
encerró en el “séptimo cielo”, y retiró su espíritu. Será un “día”
–indeterminado- en el que él decidirá romper su silencio, volverán los (o el)
profetas y se derramará el espíritu. Pero esto ocurrirá cuando el pueblo esté
dispuesto a escuchar la palabra de Dios, es decir, cuando pueda “reinar”.
Sin
embargo, es importante tener claro que hay diferentes “lenguajes sobre Dios”, y
por tanto, no es lo mismo que el que reine sea un dios sádico, un dios tirano,
un dios indiferente… El “reino de Dios” es inescindible del “Dios del reino”. Y
a este Dios, Jesús lo presenta como “papá” (abbá). Es curioso –sin embargo-
que, hablando del reino, no destaque a Dios como “rey”, sino como padre, y esto
no es ocasional. Siempre que Jesús habla de Dios (con la única excepción del
momento de la cruz donde parece citar el Sal 22: “Dios mío… ¿por qué me has
abandonado?”) se refiere a él como “padre”. Esto no es meramente simbólico,
“padre” dice familia, y dice “hijos”. Siendo que un tema muy importante de
Israel es el reconocimiento de los demás miembros del pueblo como “hermanos” a
los que debe tratarse como tales, resulta fácil concluir que Dios reina cuando
sus hijos viven como verdaderos hermanos (y hermanas). Sobre esto volveremos.
Pero es importante notar que el reino es una iniciativa divina, no es preciso
hablar de “edificar/construir el reino”, ya que este es “de Dios”, es
gratuidad. Pero eso no impide notar claramente que si bien el reino es “don”,
es a su vez “tarea”. Es “tarea” de los seguidores de Jesús.
Uno
de los aspectos que han resaltado los modernos estudios sobre Jesús es resaltar
su condición de judío. Es precisamente como tal que viene a “reunir a las
ovejas perdidas del pueblo de Israel”, o que pretende “reunir al Israel
disperso”. Resulta anacrónico pensar que Jesús viene a “fundar una nueva
religión”. Jesús viene, como enviado del padre Dios, a anunciar que Él se ha
decidido a empezar a reinar en la fraternidad (y sororidad) de los miembros del
pueblo de Dios.
Pero este comienzo es claramente una
“buena noticia” (= evangelio). Especialmente para quienes por diferentes
situaciones estaban habituados a “malas noticias”, los pobres. Para quienes no
son tenidos en cuenta como hermanos, para los oprimidos, los despreciados, para
quienes no son valorados especialmente por quienes se sienten o actúan como
“dueños” de las llaves, o del pueblo, los que ya desde los profetas son
cuestionados como malos (o falsos) pastores que no conducen al pueblo, o que se
desentienden (o matan) a las “ovejas”.
Es
imprescindible notar que Jesús no pretende comunicar una mera “noticia”, sino una
noticia que expresamente –en continuidad con un discípulo (¡o discípula!) de
Isaías- califica de “buena”. Es decir, una noticia no solamente interpretada,
sino en la que elige tomar parte.
Ahora
bien, y volveremos sobre esto, es una noticia que expresamente se dirige a los
pobres: “el espíritu me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres”
(Lc 4,18). Resulta curioso, en nuestros días, que algunos evangelizadores sean
cuestionados por insistir en este aspecto. “¿Por qué habla tanto (sic) de
los pobres?; ¿y los ricos?; ¿acaso no hay pobres malos?” No se comprende
que los que dedican su vida y ministerio a evangelizar a los pobres sean
quienes deben explicar su proceder, cuando pareciera que son precisamente
quienes no lo hacen los que debieran justificar su accionar y su predicación no
obrando conforme al obrar de Jesús. Precisamente es esta estrecha relación
entre contenido y destinatarios lo que transforma la predicación en “buena
noticia”. También volveremos sobre esto.
Es
después de esta breve introducción que podremos detenernos a comentar cómo es
que Jesús anuncia esta buena noticia del reinado de Dios. Miraremos entonces,
sus gestos y acciones y también sus palabras.
El
obrar de Jesús
Así como una primera y rápida pregunta
por las palabras de Jesús suscitaría la respuesta sobre las parábolas, una
primera pregunta sobre sus gestos, miraría los milagros. Esto no es incorrecto,
aunque sea limitado y parcial. Comenzaremos, entonces, por los milagros, pero
luego miraremos otros gestos que ameritan también un comentario.
En
realidad, el término “milagro” es un término ambiguo y con frecuencia no
permite comprender con precisión su sentido. Nuestra mentalidad moderna, suele
detenerse en el umbral de la ciencia, y por milagro se entiende una curación o
algo del estilo que no es explicable por la ciencia (sin que quede claro qué
pasaría si la ciencia de mañana pudiera explicarlo). En el ambiente bíblico,
por milagro debe entenderse un acontecimiento, normalmente extraordinario, en
el que los testigos descubren la presencia de Dios. Por esto un milagro
presupone la fe, y conduce a más fe. No se formula la pregunta acerca de cómo
ha sucedido tal o cual cosa, sino para qué. Es precisamente esta
pregunta la que nos ubica los milagros de Jesús en el marco de su predicación
del reino. Lo primero que podríamos decir, en este sentido, es que la
enfermedad no es conforme a la voluntad de Dios, Él no la quiere, y por eso
–para que se haga su voluntad, para que Él reine- Jesús combate la enfermedad.
Sea esta la ceguera, la parálisis o la lepra (todas, además, con buena carga
simbólica). Dios quiere que la humanidad pueda ver el camino (contra la
ceguera), y ponerse a andar (contra la parálisis) como pueblo de hermanos
(contra la lepra).
Un
espacio particular merecen los exorcismos. En realidad, el término
“exorcismo” no es el más adecuado (además de la carga “hollywoodense” que suele
tener), el término preferido en los evangelios es “expulsó”. Una fuerza externa
debilita a alguien de por sí débil (mujeres, niños, marginados) alienándolo
como persona. La acción de Jesús puede calificarse de particularmente
humanizadora. La antropología cultural ha dedicado interesantes páginas a este
tema, pero deteniéndonos en el lenguaje, señalemos que es en este
terreno donde se señala particularmente que Jesús “pasó haciendo el bien y
curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”
(Hch 10,38). En este tema, por otra parte, se comienza a notar el desarrollo
del conflicto. No son pocos los relatos de expulsión de demonios que terminan
en conflicto (a diferencia de los milagros que suelen terminar con los testigos
“maravillados”). Probablemente es en los exorcismos donde más patente se ve la
presencia del reino (y el enfrentamiento con el anti-reino): “si expulso a
los demonios por el dedo/espíritu de Dios, es que ha llegado a ustedes el reino
de Dios” (Mt 12,28/Lc 11,20). Las personas alienadas por la opresión –por
ejemplo, la situación de violencia que se padece en la Palestina y alrededores
en el siglo I, a causa de las Legiones romanas, los impuestos y las
complicidades de patrones y sacerdotes- encuentran en Jesús uno que “les
hace bien”. El endemoniado de Gerasa queda: “sentado, vestido y en su
sano juicio” después de vagar como un no-humano por los sepulcros,
hiriéndose y negándose a todo contacto humano (Mc 5,1-20). Es en la
humanización de los débiles donde Dios reina. El desahuciado vuelve a ser visto
como hermano.
En
este sentido, no podemos dejar de lado las miradas (“lo miró”, “viendo”…) de
Jesús, o también su actitud de “tocar” (o ser tocado). No hace falta señalar lo
profundamente humanos que son estos gestos y actitudes. A modo de ejemplo,
notemos el caso del leproso: éste permanece a distancia de Jesús. La
legislación no le permitía acercarse. También él es un no-humano, lo más
semejante a un muerto que existe, sin poder entrar en contacto con los demás,
ni tampoco con Dios. Todo lo que este tocara queda impuro, y también quien lo
tocara; por eso debe vivir fuera de la ciudad y aislado (a menos que se juntara
con otros leprosos como él). A distancia, pues, le dice que si quiere puede
limpiarlo (notar el verbo, no pide curarse). Pero sorpresivamente, Jesús lo
toca. No es el caso señalar que esto haría impuro al Señor, lo importante es el
contraste entre una legislación que excluye en nombre de la “pureza” (limpiar),
y un predicador que incluye: es la persona humana la que cuenta, antes que la
ley. Jesús entra en contacto con el leproso, y eso sirve de testimonio para una
religión que “separa”, en contraste con un Dios que reina recibiendo como
hermano al despreciado y rechazado.
Un
elemento que se destaca con frecuencia en los gestos de Jesús es lo que solemos
llamar su “compasión”, su misericordia. En griego, la referencia es a las
“tripas” de Jesús, a su actitud entrañable. Frente al dolor, a Jesús se le
conmueven sus entrañas y no puede permanecer impasible ante esto. El dolor
también limita la humanidad, la condiciona y hasta la elimina. Ante el hambre
de la multitud, el dolor de una viuda, la exclusión del leproso, Jesús se
conmueve. Pero a diferencia de la “compasión sensible” que tantas veces
manifestamos ante las víctimas del hambre, la violencia o la guerra, Jesús no
sólo se con-mueve a causa del dolor sino que esto lo mueve hacia el/los doliente/s,
y busca eliminar la causa del dolor que deshumaniza limpiando al leproso,
resucitando al hijo de la viuda o alimentando de pan y peces a la multitud. Se
debe notar claramente que la principal característica “pastoral” de Jesús es la
compasión: “sintió compasión de ellos porque estaban como ovejas que no
tienen pastor” (Mc 6,34).
Los
Evangelios, particularmente san Lucas, dedican espacio a las “comidas de
Jesús”. Entre estas, destacan las comidas con “pecadores”. Resulta sintomático
que el comentario de los testigos es, con escándalo, “¡y come con ellos!”
(Lc 15,2). Para comprender bien esto, es importante señalar que en el mundo
antiguo, sólo se come con quien “es como uno”. El dicho “dime con quién
andas y te diré quién eres” era perfectamente aplicable al ambiente del
Mediterráneo del siglo I. Si Jesús come con pecadores, eso indica que él es uno
de ellos. El ambiente “religioso” de Israel se caracterizaba, por ejemplo, por
los ayunos. Esta actitud frente a las comidas era indicio de separación y
pureza. Los discípulos de los fariseos y los de Juan el Bautista, así como los
esenios, se caracterizan por sus ayunos (Mc 2,18). Jesús, en cambio, se
caracteriza por su participación en banquetes. También sus discípulos. Tanto
que los comentarios “de la calle” a Jesús lo llaman “comilón y borracho”
(Lc 7,34). La comida es un espacio característico de integración o exclusión. Y
mientras la religiosidad de los piadosos se considera exclusiva, y esto se
manifiesta en sus mesas, Jesús elige mostrarse inclusivo, particularmente con
aquellos que los primeros rechazaban. Quizás por esto es que al reino “se
entra”, ya que sólo una mesa en la que los despreciados, los últimos y
rechazados tengan cabida será una mesa de hermanos y hermanas. Si no, se trata
de una mesa de puros, o de perfectos. Como el hermano de la parábola que se
niega a participar del banquete que el padre da al hijo menor, particularmente
negándose a reconocerlo como hermano (“ese hijo tuyo”, Lc 15,36) al que tanto
el padre (15,32) como el sirviente (15,27) han llamado: “tu hermano”. Las
comidas de las que Jesús participa, en las que todos tienen cabida –rompiendo
con toda libertad con los patrones culturales y religiosos de su tiempo-,
particularmente los rechazados y menos-preciados son un fuerte signo vivo de su
predicación del reino, en el que todos/as están invitados a sentirse y saberse
hermanos/as. Experiencia que se niegan tener aquellos que no quieren reconocer
a otros como “hijos de Abraham” (Lc 13,16; 19,9), esto es: como hermanos.
Un
último elemento que podemos señalar, en continuidad con lo que venimos
diciendo, es que Jesús se sabe enviado a restaurar Israel. El reconocimiento de
los demás como hermanos/as, los hijos de Abraham, el Dios que elije reinar, nos
ubica a Jesús en continuidad con Israel, pero señalando y corrigiendo lo que
–según él- no lleva a ser en verdad Israel, un pueblo según la voluntad de
Dios. A modo de ejemplo, notemos dos aspectos importantes: Jesús y la mujer y
la elección de los Doce. El tema de la mujer no era uniforme en Israel, y
diferentes grupos tenían diferentes actitudes frente a las mujeres. Con las
características propias de cada evangelio, es notable el lugar que Jesús les da
en su grupo, aunque esto –como en otras cosas que hemos señalado- significara un
desprestigio social o cultural (como también ocurre con la elección de
publicanos en su grupo). Es notable que Jesús tuviera discípulas, y muy
probable que ellas participaran de las comidas de Jesús. Sin duda esto decía
una palabra sobre la mujer, y –particularmente- sobre como es el Dios que
quiere reinar entre los suyos. Y suyas.
Dentro
de los seguidores, es sabido que Jesús elige “Doce”. No porque sólo hubiera ese
número en su entorno, sino por una expresa intención de “decir” algo. Doce
son las tribus de Israel, y eligiéndolos, Jesús ejemplifica, visualiza su
misión restauradora de Israel. Es posible, incluso, que los Doce no fueran
siempre los mismos aunque muchos permanecieran desde el comienzo, lo cierto es
que no importaban tanto los nombres cuanto el número. Su sentido simbólico es
reflejo del envío a un pueblo. Doce son los hijos de Jacob, que dan origen a
las tribus; por eso es razonable que aunque hubiera mujeres en su grupo, los
Doce fueran varones; sencillamente para “decir” Israel, el renovado, el de los
tiempos mesiánicos.
Las
palabras de Jesús
Sin embargo, Jesús también “dice”
oralmente, no solamente con hechos sino también con palabras. Notemos algunos
elementos del lenguaje oral del Señor.
Empecemos
destacando que sería pretencioso –y falso- insinuar que pensamos destacar o
sintetizar en unos pocos renglones todas las parábolas de Jesús. Lo que nos
interesa es mostrar su lenguaje. Y el lenguaje de las parábolas es ciertamente
“popular”. La sabiduría de Israel se expresa popularmente en lo que se denomina
el “mashal” (= proverbio). Dentro de estos proverbios, ocupa un lugar
interesante el proverbio en el que se compara una actitud –positiva o negativa-
con una imagen: “manzana de oro con adornos de plata es la palabra dicha a
tiempo” (Pr 25,11). Como es evidente, la plata y el oro son ilustración de lo
que importa en el proverbio, en este caso, la palabra. Un narrador encontrará
mejores o peores ilustraciones para lo que desee resaltar, y la sabiduría
popular se alimenta de estos relatos. Pues bien, la parábola es una “ampliación
narrativa” del mashal. El narrador se detendrá , por ejemplo, en el amigo que
regala a otro una manzana de oro a causa de una celebración, etc… pero
evidentemente no es la manzana, ni siquiera el oro lo importante, sino la
palabra. Pues bien, Jesús fue sin dudas un narrador de parábolas. Y es
importante notar que, como venimos diciendo, en general, lo que importa es
precisamente el reino de Dios. Utilizará un elemento u otro, destacará un
aspecto en una parábola y otro en la siguiente, pero el reino de Dios aparece
como central en gran cantidad de parábolas. Para ello destacará un sembrado,
una pesca, una casa. En otras parábolas preferirá destacar actitudes, como la
compasión de un samaritano, o la compasión de un padre ante su hijo que vuelve
a casa (notar el uso de la “compasión” en ambos casos), o la de un acreedor
ante una deuda inmensa e imposible. En algunos casos, se contrastan actitudes
como un rico y un pobre, un fariseo y un publicano, un padre y su hijo mayor,
siendo sorprendente el final del relato… Lo que interesa en todos estos casos
es que, por un lado, aun cuando no hable expresamente del reino de Dios, Jesús
destaca o presenta actitudes que son propias del reino como el perdón, la
compasión, el amor, la confianza plena en Dios. Y para destacar estos
elementos, no habla de oro y plata, sino de cosecha, de cosechadores, de pesca
o de familias, o incluso mostrando aspectos claramente contra-culturales como
un hijo que pide su herencia (y el padre que la da), un publicano justificado,
un samaritano modelo de amor, un rey que perdona una deuda inmensa (y no se
debe olvidar el marco socio-económico y la gravedad del tema de las deudas que
tantas veces Jesús remarca, y que lamentablemente ha sido disimulado en la
nueva versión castellana del Padre Nuestro). En el lenguaje de Jesús, al
destacar el tema de las parábolas no puede menos que llamar la atención que su
lenguaje es un “hablar desde las víctimas”. Incluso es llamativo que aunque
hable del reino, el Dios que se muestra no es habitualmente un rey sino un
padre, y un padre muy lejano del autoritarismo patriarcal que se esperaría,
sino por el contrario, un padre con aspectos bastante “maternales”, si puede
decirse así. Mirando sus parábolas no podemos menos que comprender el “lugar”
de Jesús, el “lugar” desde el que habla.
Sin
embargo, no podemos tampoco descuidar que precisamente el hablar del Dios de
Jesús, con gestos y palabras, desata en su ambiente un conflicto,
particularmente con los “teólogos” de su tiempo. Las controversias de Jesús no
deberían descuidarse, particularmente si hemos de tener en cuenta que el
conflicto que se desata será decisivo a la hora de la cruz.
Para
comenzar señalemos que muchos de estos conflictos, claramente teológicos, se desatan
particularmente a consecuencia de “hechos” de Jesús. Los testigos saben “leer”
los hechos, saben que Jesús está “hablando” al tocar un leproso, al curar en
sábado, al expulsar demonios. Y que Jesús está hablando de ese Dios al que
llama “padre”. Muchas de esas controversias tienen una connotación
hermenéutica: no es ese que ustedes le dan, el sentido del sábado, o de la
pureza, o de tal o cual texto de la ley. Mateo lo sintetiza con la fórmula:
“han oído que se dijo… pero yo les digo” (5,21-48). Pero las respuestas de
Jesús sobre otros aspectos de la ley también lo ilustran: “el hijo del hombre
es señor del sábado” (Mc 2,28; es posible que “hijo del hombre” en este caso
deba entenderse “el ser humano” en general); o “es lícito, en sábado, hacer el bien
en lugar del mal” (Mc 3,4). Podríamos decir que el Dios –abbá- que Jesús
muestra con sus palabras y actitudes, no parece “el mismo” que el que los
teólogos contemporáneos defienden. Lo mismo puede decirse de las
purificaciones, las comidas y los miembros (impuros) del movimiento de Jesús.
Jesús parece presentar “otro Dios” y por lo tanto, otro modo de aproximarse a
Dios, muy diferente al que los teólogos presentan. O –para ser más precisos- un
modo de recibir al Dios que se aproxima, muy diferente al “dios” que pretende
obras, méritos, acciones para que con esfuerzo, el ser humano pueda acceder a
él (un dios bastante pigmeo, podríamos añadir, si así fuera). Pero este “dios
de selectos” parece entrar en conflicto con este “padre de todos y todas” de
Jesús. Y precisamente por eso, el conflicto se desencadena, y –no podría ser de
otra manera- es en Jerusalén donde alcanza su culminación.
La
diosa “Roma”, y el culto al emperador, que como buen representante, Pilatos se
ocupó de afianzar (como se ve en las monedas que hizo acuñar), y la crisis con
las autoridades judías, desembocaron en un conflicto que no podía tener otro
fin sino la muerte. Especialmente porque Jesús se negaba a desdecirse, lo que
significaría –obviamente- negar a ese Dios que mostraba con sus palabras y
actitudes. La condena a muerte resultaba, sin dudas, el triunfo del dios de los
adversarios. Aceptara la muerte o no (desdiciéndose) Jesús sería derrotado. Y
eligió aceptar el camino de la fidelidad. Fidelidad a todo lo que había dicho y
hecho, lo que significa fidelidad al rostro de Dios padre que mostró. Fue así
que la cruz resultó, por así decirlo, la última palabra de Jesús. “A pesar de
todo, él es mi Dios” pueden haber sido sus últimas palabras (que en arameo
explicarían la confusión con Elías). Sea como fuere, aceptar la cruz también es
una palabra: no la de un Dios sádico que quiere sangre y dolor (ese es el dios
de los crucificadores), sino aceptarla como último y definitivo acto de amor y
fidelidad a ese Dios que tozudamente se negó a negar. La cruz nos abre un
camino nuevo, no por el dolor y la muerte, no porque Dios quiera esa sangre,
sino por el amor extremo (Jn 13,1).
Sin
embargo, aunque la cruz sea una palabra, esta es la palabra del fracaso y la
derrota, y del triunfo de los violentos y asesinos, si aquí culmina todo. La
resurrección es también una palabra, esta de Dios. Ante el conflicto desatado y
concluido con la muerte del predicador de parábolas, profeta de Galilea, Dios
se reserva una palabra luego de su silencio en la cruz. La resurrección es un
Dios que toma postura en el conflicto a favor de su Hijo. Resucitándolo, Dios
confirma las palabras y gestos de Jesús como verdadera “palabra de Dios”.
Escuchar la resurrección como palabra es saber que esa sistemática actitud de Jesús
de hacer suyo el lenguaje de los pobres, de compadecerse de las víctimas, de
mostrar un Dios que es padre de todos y todas, pero que para que sea
–precisamente de todos y todas- debe estar en el “lugar” de los últimos, pues
esas palabras de Jesús resultan análogas a aquellas de Job a quien Dios le
afirma que “Job habló bien”, a diferencia de los defensores de Dios, y teólogos
tradicionales que “no hablaron bien” porque no supieron hablar desde el
sufrimiento del (de los) inocente (s). La resurrección es la última palabra que
confirma, desde la vida, que tiene la última palabra en el drama, que todas las
palabras de Jesús revelan un Dios que quiere mostrarse como padre, y siéndolo
se hace su voluntad “en la tierra, como en el cielo”.
Conclusión
Las palabras de Jesús, su lenguaje de
compasión y de pueblo, encontraron eco en sus seguidores. Siempre adaptando
dichas palabras y actitudes a los nuevos destinatarios. Sería motivo de otro
artículo presentar dicha continuidad, pero señalemos brevemente los hilos
conductores:
·
Desde muy pronto, el cristianismo de los orígenes supo
ver una clara continuidad con Jesús en la predicación a los paganos y la
aceptación de estos sin reclamar la circuncisión. En continuidad con algunos
profetas, supieron ver en estos, verdaderos hermanos que se incorporaron a
Israel en el reconocimiento de su Dios (el abbá), siendo recibidos como
verdaderos hermanos (aunque con dificultades y conflictos, por cierto);
·
La primitiva predicación a
los paganos (el kerigma) supuso la invitación a abandonar los ídolos. La
aceptación del Dios único y verdadero (1 Tes 1,9), Dios que es salvación para
“todos” los que creen. El enfrentamiento con los ídolos, tan frecuente en los
profetas bíblicos, tiene como objetivo principal que la confianza no esté
puesta en lo que no-es-dios, y se afiance la vida en el Dios que quiere “el
derecho y la justicia” para su pueblo.
·
Pablo, como justo
representante del cristianismo de la primera generación cristiana, pone toda su
confianza en que lo que permite acceder a Dios, encontrarse con él, no son los
méritos, ni el estricto cumplimiento de la ley, sino “la gracia”. Esto es, el
abajamiento de Dios hacia la debilidad humana para que “todos” (y no solamente
los “fuertes”) puedan participar de la vida divina.
·
En la segunda generación
cristiana, los evangelistas supieron adaptar las palabras y hechos de Jesús
para que fueran a su vez “buena noticia” para sus comunidades, cada una de
ellas con situaciones, conflictos y problemáticas diferentes. Así, Mateo,
Marcos, Lucas y Juan supieron ser fieles a las personas y realidades de su
tiemplo sin perder ni un ápice su fidelidad a Jesús y su buena noticia. Así
fueron “multiplicadores” y “re-creadores” del lenguaje sobre Dios y su reinado
que Jesús proclamó con su vida, selló con su muerte y el Padre Dios confirmó
con su resurrección.
Bibliografía complementaria:
R. Aguirre, La mesa compartida.
Estudios del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales (Sal Terrae,
Santander 1994) [Presenta un importante trabajo sobre las mesas de Jesús,
particularmente en el Evangelio de Lucas, y otros artículos: sobre el Reino, la
radicalidad evangélica, la cruz y la pluralidad].
G. Barbaglio, Jesús, hebreo de
Galilea. Investigación histórica (Edit. Secretariado Trinitario, Salamanca
2003);
J. Gnilka, Jesús de Nazareth. Mensaje
e historia (Herder, Barcelona 1993);
S. Guijarro Oporto, Reino y Familia en
Conflicto. Una aportación al estudio del Jesús histórico, EstBib 56 (1998)
507-541 [sintetiza su trabajo cumbre: “Fidelidades en conflicto. La ruptura con la familia por causa del discipulado y de
la misión en la tradición sinóptica” sobre la familia y el reino,
publicado por la universidad de Salamanca 1998];
G. Lohfink, La Iglesia que Jesús
quería. Dimensión comunitaria de la fe cristiana (Edit. DDB, Bilbao 1986);
G. Lohfink, ¿Necesita Dios la Iglesia?,
(Edit. San Pablo, Madrid 1999);
H. Lona, Jesús según el anuncio de los
cuatro evangelios (Edit. Claretiana, Buenos Aires 2009);
J. P. Meier, Un Judío Marginal. Tomos
I-IV (Verbo Divino, Navarra 1997-2010) [el tomo V y último, está en proceso
de elaboración];
J. P. Meier, “Jesús”, en R. E. Brown et
al. (eds.) Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento y artículos
temáticos, ed. Verbo Divino, Navarra 2004, 1078-1096
H. Moxnes, Poner a Jesús en su lugar.
Una visión radical del grupo familiar y el Reino de Dios (Edit. Verbo
Divino, Navarra 2005);
J. A. Pagola, Jesús. Aproximación
histórica (Ed. Claretiana, Buenos Aires 2009);
G. Theissen - A. Merz, El Jesús
histórico (Ed. Sígueme, Salamanca 1998).
- Original publicado en la revista CLAR (Bogotá) 50/1 (2012) pp.
54-69
- Imagen tomada de blog.woll.es
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