domingo, 19 de mayo de 2013

El Videla que conocí


El Videla que conocí


Eduardo de la Serna


¿Qué puedo decir de Videla? No quiero caer en los lugares comunes (sabios y sensatos en este caso). Quisiera dar, entonces un testimonio quizás personal.

Estando en el seminario (ingresé en 1974) había dejado la militancia. Es decir, no iba ya a reuniones, a actividades sociales en los barrios, unidades básicas. Esto no significa que no hubiera ido, y seguí yendo, a actos, encuentros y manifestaciones. Mi voz totalmente disfónica era difícil de disimular al día siguiente. Como militante de la JP aborrecía a Isabel, y miraba con mucha preocupación las cosas que iban pasando. Soy consciente que aquí dejo de lado anécdotas, reflexiones, y errores personales de los que me siento arrepentido, pero no es eso lo que me interesa comentar ahora. El golpe era inminente, y lo sabíamos todos. Yo compartía habitación con mi gran amigo Nacho, y el 24 de marzo entra al cuarto Ernesto, hijo de coronel diciendo: “¡Somos gobierno!” Recuerdo que desde las sábanas le dije el peor insulto que se me ocurrió.

Recuerdo que al mismo día ya empezó a haber aceite, azúcar, yerba y tantas cosas que los empresarios desabastecieron para crear un clima de alivio ante el golpe. Recuerdo, también, en muchos ambientes familiares, y gente cercana, celebrar aliviados la “reorganización nacional”.

Recuerdo varias cosas más de esos momentos: recuerdo que en el Seminario, que nos íbamos a nuestras casas el sábado por la tarde para regresar el domingo por la noche nos prohibieron que nadie se quedara el sábado a dormir allí, cosa que a veces alguno hacía por estudio, por cercanía o motivos varios; el miedo era que alguien “visitara” el seminario y de otro alguien no se supiera más nada). Recuerdo que con Nacho poníamos papelitos en la puerta de la habitación cerrada con llave para estar seguros que no la hubieran abierto. Recuerdo los muchos libros (con “oportuna” recomendación del rector) que quemé ese mismo 24 de marzo y otra tanda importante que con el Negro escondimos en un lugar al que nunca volvimos.

Recuerdo también mi análisis –compartido con algunos- que no entendía el sentido del golpe siendo que después de los fracasados copamientos a los cuarteles de Formosa y de Monte Chingolo las guerrillas estaban sumamente debilitadas. No entendía el golpe, especialmente cuando “Isabel” había anunciado el adelantamiento de las elecciones y dicho que no se presentaría a las mismas. Recién cuando entendí el modelo económico impulsado por empresarios, los mismos desabastecedores, los mismos que fueron señalando dirigentes en las fábricas, los mismos que desde los Medios provocaban descontento primero y alivio después, recién entonces entendí el porqué del golpe, y la conciencia clara que la consigna de que era una “guerra” no era sólo una exageración. ¡Era una mentira!

Y recuerdo también que uno a uno, mis viejos amigos iban desapareciendo. Y una desaparición generaba otras, salvando las acciones de “heroísmo revolucionario” de Alejandro, o los que pudieron salvarse en el exilio, sea en el interior profundo del país, o en el exterior. Pero mientras tanto, seguían cayendo. Desapareciendo. Siempre me pregunto por qué no desaparecí yo, y creo que haber estado en el Seminario de Buenos Aires es la respuesta. Al arzobispo Aramburu no le tocaron ni un cura mientras estaba en la diócesis (¡y sí que cayeron el mismo día de dejar la diócesis, o cuando se les quitaron las licencias ministeriales!).

En el Seminario, toda mi vida cambió. Afortunadamente con varios compañeros podíamos hablar (en mi curso éramos Bobi, el Negro, Nacho, por lo menos); y un grupo de diferentes edades que conformamos un grupo medio clandestino de reflexión donde periódicamente comentábamos noticias.  Si antes, en mis tiempos no dedicados al seminario me encontraba con amigos para discutir, pelear, charlar, matear, todos ellos ya no estaban. Mi vida se empezó a circunscribir al ambiente clerical, a las parroquias, a los jóvenes de iglesia. Mi viejo sobrenombre, con el que amigos y compañeros me llamaban ya no lo usaba nadie y así –metafóricamente hablando, lo aclaro para no faltar el respeto a nadie- ese nombre “desapareció”. Empecé un exilio interno para tratar de tapar en lo posible tanto dolor y tanta barbarie.

Pero eso no me impedía saber qué pasaba. Supe de los palotinos y los de la Manuelita (mi primo estaba en ese grupo y desaparece ese día), supe de Angelelli y nunca creí la versión del accidente. Recuerdo que una vez el rector –íbamos caminando- me dice: “A esas madres que ahora preguntan por sus hijos yo les preguntaría por qué no se ocuparon antes, ¿no te parece?”. “¡No!” le dije por toda respuesta y seguí caminando. Sabía de la ESMA, y sabía de los rumores de que allí había detenidos clandestinamente. Jalics y Yorio entre otros, se decía. Cuando desaparece Ana, después de Javier, con Vero nos ocupamos de sus clases para tapar la ausencia. Pero eso no podía durar. Recuerdo un domingo, que iba a casa de Vero (antes que ella también dejara Buenos Aires y nos perdiéramos de vista por muchos años) un tipo me siguió ostensiblemente. Creo que con la intención de asustarme, de que me entere. Recuerdo la cantidad de cosas, papeles y discos que quemamos con mi mamá ese día esperando de un momento a otro la llegada. Y recuerdo cuando –por “contactos”- le entregaron el cuerpo del “Pardo” a sus viejos la misa en San Benito en la que no hubo la más mínima mención ni a la persona ni a lo que estaba pasando en el país. Y recuerdo la alegría indescriptible al recibir una postal del Negro (otro “Negro”, porque eran varios) que me dice: “estamos recorriendo España, todo muy hermoso. La estamos pasando muy bien”, forma obvia de decirme “nos escapamos”. O noticias de aquella que pudo “aparecer” –y contar cosas terribles- porque su papá, médico, había salvado la vida de la hija de un general importante, y como en seguida se fue al interior profundo.

Y recuerdo la jerarquía de la Iglesia. Recuerdo una Facultad de Teología medianamente abierta donde personajes como Gera, Tello, Giaquinta, por ejemplo, brindaban espacios de aire fresco (recuerdo la negativa del Tano Giaquinta a entregar listas de alumnos a los que vinieron a pedirlas), y también recuerdo a personajes como Rafi Braun “olvidando” el tema de los derechos humanos justo en la materia “Justicia”, o a otros que mejor ignoro (no olvido). Y recuerdo a Tortolo, y a Primatesta, y a Aramburu, por mencionar a los conocidos.  Y recuerdo el dolor por su silencio.

Podría señalar también en mi ambiente familiar (parientes y amigos de mis parientes) la gran cantidad de amigos del “Proceso”. Recuerdo una cena a la que me invitaron junto con mi hermano Ramiro y estaba Tomasito. Hijo de un gran defensor de la tortura, y padre de militar. Y lo recuerdo diciendo lo bien que estábamos, el orden, la tranquilidad, y Ramiro y yo empezamos a “ametrallarlo” (valga la ironía) con “campos de concentración”, “torturas”, “desaparecidos”… Volvió groggy a su casa.

Estos recuerdos sueltos son algunas de las cosas que me hace revivir hoy la muerte de Videla. Y recuerdo una última, en el verano de 1982, yo estaba recién ordenado cura. Mi destino como diácono había sido (obviamente) el barrio militar, Dorrego y Luis María Campos. Iba a celebrar misa cuando justo apareció otro cura conocido que se ofreció a hacerlo. Como yo ya había celebrado lo dejé hacerlo y fui a confesar gente. Al entrar en el templo lo veo a “él” ahí, sentado “piadosamente”. Me dije a mí mismo que Dios me había protegido “mandando” ese cura, porque le hubiera negado la comunión y ya se sabe cómo hubiera seguido la historia.

Pero en cierta manera yo seguía en mi exilio interno. Algo seguía vivo y latiendo: mi amor a los pobres. Ya desde el primer año de cura insistimos con la creación de un grupo misionero, misiones en las villas de La Matanza, etc. Pero seguía exiliado. En 1986 le pido al cardenal Aramburu (de infeliz memoria) irme a la diócesis de Quilmes, con mons. Novak (de felicísima y santa memoria). Después de idas y vueltas, finalmente me lo permite. Y allí empezó a quebrarse el caparazón. Primero con un viaje (que hasta podría llamar “iniciático”) a Bolivia, donde tuve mis primeros contactos con la Teología de la Liberación de la que no había oído hablar durante mi seminario. Luego la experiencia de estar en Florencio Varela entre los pobres y querer pensar “para ellos”. Y finalmente (culminando en 1996) varios encuentros con amigos exiliados, muchos a quienes creía definitivamente perdidos. Incluso la dicha de compartir más de un año parroquia –junto en este tiempo- con Orlando Yorio. Si hasta recuerdo encuentros con amigas y amigos de aquellos tiempos  que me decían: “¿Y te acordás cuando hicimos… (o cuando fuimos, o dijimos)?” y no recordarlo en lo más mínimo hasta que todo empezaba a caer, acomodarse, a tomar rostros, palabras, hechos. ¡Fue tan fuerte un encuentro con Vero cuando en medio de la charla me dice: “¿sabés lo que pasa…?” ¡y ahí nomás me dice mi viejo y “desaparecido” sobrenombre! Fue como un salir de una noche oscura.

Tiempo después, en casa de Lali hicimos un encuentro. Varios “sobrevivientes” nos juntamos a comer, beber y hablar, hablar y hablar. Fue tan sanador, tan reconciliador que nunca pude entender a los que creen que es mejor callar, olvidar, silenciar, o tapar. Pero eso, fue recién hace unos poquitos años, la justicia ya empezaba a poner su palabra y descolgar cuadros.

Podría decir que “este es el Videla que conocí”. Este es el Videla que me afectó personalmente, y que -¡muchísimo más!- afectó a decenas de amigos y amigas a muchos de los cuales nunca volví a ver, y muchos de los cuales seguimos sin saber cómo terminó su historia. La hija de Namba y la hija del Pardo pudieron aparecer, pero muchas otras u otros no.

Y sin embargo, no me alegro por la muerte del genocida. Es más, como se ha dicho, lamento todos los secretos que se llevó a su tumba. Secretos que en vida negó revelar, y que otros, a los que ellos llaman “camaradas” y son ciertamente cómplices, también niegan dar información. Lamento que la jerarquía de la Iglesia no use todo su poder simbólico para “exigir” (no “exhortar” o “animar”) información de quienes la tengan, y restitución justa de niños y bienes además de información de los cuerpos.

Este es el Videla que padecí, al que desprecié y repudio. Este es el Videla que ensombreció nuestra patria, torturó nuestra memoria, aniquiló la justicia, entregó la economía, y diezmó generaciones enteras. No me pidan que me alegre por su muerte, pero no me pidan que lo llore.


Foto tomada de www.pagina12.com.ar

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