El Videla que conocí
Eduardo de la Serna
¿Qué puedo decir de Videla? No
quiero caer en los lugares comunes (sabios y sensatos en este caso). Quisiera
dar, entonces un testimonio quizás personal.
Estando en el seminario (ingresé
en 1974) había dejado la militancia. Es decir, no iba ya a reuniones, a
actividades sociales en los barrios, unidades básicas. Esto no significa que no
hubiera ido, y seguí yendo, a actos, encuentros y manifestaciones. Mi voz
totalmente disfónica era difícil de disimular al día siguiente. Como militante
de la JP aborrecía a Isabel, y miraba con mucha preocupación las cosas que iban
pasando. Soy consciente que aquí dejo de lado anécdotas, reflexiones, y errores
personales de los que me siento arrepentido, pero no es eso lo que me interesa comentar
ahora. El golpe era inminente, y lo sabíamos todos. Yo compartía habitación con
mi gran amigo Nacho, y el 24 de marzo entra al cuarto Ernesto, hijo de coronel
diciendo: “¡Somos gobierno!” Recuerdo que desde las sábanas le dije el peor
insulto que se me ocurrió.
Recuerdo que al mismo día ya
empezó a haber aceite, azúcar, yerba y tantas cosas que los empresarios desabastecieron
para crear un clima de alivio ante el golpe. Recuerdo, también, en muchos
ambientes familiares, y gente cercana, celebrar aliviados la “reorganización
nacional”.
Recuerdo varias cosas más de esos
momentos: recuerdo que en el Seminario, que nos íbamos a nuestras casas el
sábado por la tarde para regresar el domingo por la noche nos prohibieron que
nadie se quedara el sábado a dormir allí, cosa que a veces alguno hacía por
estudio, por cercanía o motivos varios; el miedo era que alguien “visitara” el
seminario y de otro alguien no se supiera más nada). Recuerdo que con Nacho
poníamos papelitos en la puerta de la habitación cerrada con llave para estar
seguros que no la hubieran abierto. Recuerdo los muchos libros (con “oportuna”
recomendación del rector) que quemé ese mismo 24 de marzo y otra tanda
importante que con el Negro escondimos en un lugar al que nunca volvimos.
Recuerdo también mi análisis –compartido
con algunos- que no entendía el sentido del golpe siendo que después de los
fracasados copamientos a los cuarteles de Formosa y de Monte Chingolo las
guerrillas estaban sumamente debilitadas. No entendía el golpe, especialmente
cuando “Isabel” había anunciado el adelantamiento de las elecciones y dicho que
no se presentaría a las mismas. Recién cuando entendí el modelo económico impulsado
por empresarios, los mismos desabastecedores, los mismos que fueron señalando
dirigentes en las fábricas, los mismos que desde los Medios provocaban
descontento primero y alivio después, recién entonces entendí el porqué del
golpe, y la conciencia clara que la consigna de que era una “guerra” no era
sólo una exageración. ¡Era una mentira!
Y recuerdo también que uno a uno,
mis viejos amigos iban desapareciendo. Y una desaparición generaba otras,
salvando las acciones de “heroísmo revolucionario” de Alejandro, o los que
pudieron salvarse en el exilio, sea en el interior profundo del país, o en el
exterior. Pero mientras tanto, seguían cayendo. Desapareciendo. Siempre me
pregunto por qué no desaparecí yo, y creo que haber estado en el Seminario de
Buenos Aires es la respuesta. Al arzobispo Aramburu no le tocaron ni un cura
mientras estaba en la diócesis (¡y sí que cayeron el mismo día de dejar la
diócesis, o cuando se les quitaron las licencias ministeriales!).
En el Seminario, toda mi vida
cambió. Afortunadamente con varios compañeros podíamos hablar (en mi curso éramos
Bobi, el Negro, Nacho, por lo menos); y un grupo de diferentes edades que
conformamos un grupo medio clandestino de reflexión donde periódicamente
comentábamos noticias. Si antes, en mis
tiempos no dedicados al seminario me encontraba con amigos para discutir,
pelear, charlar, matear, todos ellos ya no estaban. Mi vida se empezó a
circunscribir al ambiente clerical, a las parroquias, a los jóvenes de iglesia.
Mi viejo sobrenombre, con el que amigos y compañeros me llamaban ya no lo usaba
nadie y así –metafóricamente hablando, lo aclaro para no faltar el respeto a
nadie- ese nombre “desapareció”. Empecé un exilio interno para tratar de tapar
en lo posible tanto dolor y tanta barbarie.
Pero eso no me impedía saber qué
pasaba. Supe de los palotinos y los de la Manuelita (mi primo estaba en ese
grupo y desaparece ese día), supe de Angelelli y nunca creí la versión del
accidente. Recuerdo que una vez el rector –íbamos caminando- me dice: “A esas madres que ahora preguntan por sus
hijos yo les preguntaría por qué no se ocuparon antes, ¿no te parece?”. “¡No!”
le dije por toda respuesta y seguí caminando. Sabía de la ESMA, y sabía de los
rumores de que allí había detenidos clandestinamente. Jalics y Yorio entre
otros, se decía. Cuando desaparece Ana, después de Javier, con Vero nos
ocupamos de sus clases para tapar la ausencia. Pero eso no podía durar.
Recuerdo un domingo, que iba a casa de Vero (antes que ella también dejara
Buenos Aires y nos perdiéramos de vista por muchos años) un tipo me siguió
ostensiblemente. Creo que con la intención de asustarme, de que me entere. Recuerdo
la cantidad de cosas, papeles y discos que quemamos con mi mamá ese día
esperando de un momento a otro la llegada. Y recuerdo cuando –por “contactos”- le
entregaron el cuerpo del “Pardo” a sus viejos la misa en San Benito en la que
no hubo la más mínima mención ni a la persona ni a lo que estaba pasando en el
país. Y recuerdo la alegría indescriptible al recibir una postal del Negro (otro
“Negro”, porque eran varios) que me dice: “estamos
recorriendo España, todo muy hermoso. La estamos pasando muy bien”, forma
obvia de decirme “nos escapamos”. O noticias de aquella que pudo “aparecer” –y contar
cosas terribles- porque su papá, médico, había salvado la vida de la hija de un
general importante, y como en seguida se fue al interior profundo.
Y recuerdo la jerarquía de la
Iglesia. Recuerdo una Facultad de Teología medianamente abierta donde personajes
como Gera, Tello, Giaquinta, por ejemplo, brindaban espacios de aire fresco
(recuerdo la negativa del Tano Giaquinta a entregar listas de alumnos a los que
vinieron a pedirlas), y también recuerdo a personajes como Rafi Braun “olvidando”
el tema de los derechos humanos justo en la materia “Justicia”, o a otros que
mejor ignoro (no olvido). Y recuerdo a Tortolo, y a Primatesta, y a Aramburu,
por mencionar a los conocidos. Y
recuerdo el dolor por su silencio.
Podría señalar también en mi
ambiente familiar (parientes y amigos de mis parientes) la gran cantidad de
amigos del “Proceso”. Recuerdo una cena a la que me invitaron junto con mi
hermano Ramiro y estaba Tomasito. Hijo de un gran defensor de la tortura, y
padre de militar. Y lo recuerdo diciendo lo bien que estábamos, el orden, la
tranquilidad, y Ramiro y yo empezamos a “ametrallarlo” (valga la ironía) con “campos
de concentración”, “torturas”, “desaparecidos”… Volvió groggy a su casa.
Estos recuerdos sueltos son
algunas de las cosas que me hace revivir hoy la muerte de Videla. Y recuerdo
una última, en el verano de 1982, yo estaba recién ordenado cura. Mi destino
como diácono había sido (obviamente) el barrio militar, Dorrego y Luis María
Campos. Iba a celebrar misa cuando justo apareció otro cura conocido que se
ofreció a hacerlo. Como yo ya había celebrado lo dejé hacerlo y fui a confesar
gente. Al entrar en el templo lo veo a “él” ahí, sentado “piadosamente”. Me
dije a mí mismo que Dios me había protegido “mandando” ese cura, porque le
hubiera negado la comunión y ya se sabe cómo hubiera seguido la historia.
Pero en cierta manera yo seguía
en mi exilio interno. Algo seguía vivo y latiendo: mi amor a los pobres. Ya
desde el primer año de cura insistimos con la creación de un grupo misionero,
misiones en las villas de La Matanza, etc. Pero seguía exiliado. En 1986 le
pido al cardenal Aramburu (de infeliz memoria) irme a la diócesis de Quilmes,
con mons. Novak (de felicísima y santa memoria). Después de idas y vueltas,
finalmente me lo permite. Y allí empezó a quebrarse el caparazón. Primero con
un viaje (que hasta podría llamar “iniciático”) a Bolivia, donde tuve mis
primeros contactos con la Teología de la Liberación de la que no había oído hablar
durante mi seminario. Luego la experiencia de estar en Florencio Varela entre
los pobres y querer pensar “para ellos”. Y finalmente (culminando en 1996)
varios encuentros con amigos exiliados, muchos a quienes creía definitivamente
perdidos. Incluso la dicha de compartir más de un año parroquia –junto en este
tiempo- con Orlando Yorio. Si hasta recuerdo encuentros con amigas y amigos de
aquellos tiempos que me decían: “¿Y te acordás cuando hicimos… (o cuando
fuimos, o dijimos)?” y no recordarlo en lo más mínimo hasta que todo
empezaba a caer, acomodarse, a tomar rostros, palabras, hechos. ¡Fue tan fuerte
un encuentro con Vero cuando en medio de la charla me dice: “¿sabés lo que pasa…?”
¡y ahí nomás me dice mi viejo y “desaparecido” sobrenombre! Fue como un salir
de una noche oscura.
Tiempo después, en casa de Lali
hicimos un encuentro. Varios “sobrevivientes” nos juntamos a comer, beber y
hablar, hablar y hablar. Fue tan sanador, tan reconciliador que nunca pude
entender a los que creen que es mejor callar, olvidar, silenciar, o tapar. Pero
eso, fue recién hace unos poquitos años, la justicia ya empezaba a poner su
palabra y descolgar cuadros.
Podría decir que “este es el Videla que conocí”. Este es
el Videla que me afectó personalmente, y que -¡muchísimo más!- afectó a decenas
de amigos y amigas a muchos de los cuales nunca volví a ver, y muchos de los
cuales seguimos sin saber cómo terminó su historia. La hija de Namba y la hija
del Pardo pudieron aparecer, pero muchas otras u otros no.
Y sin embargo, no me alegro por
la muerte del genocida. Es más, como se ha dicho, lamento todos los secretos
que se llevó a su tumba. Secretos que en vida negó revelar, y que otros, a los
que ellos llaman “camaradas” y son ciertamente cómplices, también niegan dar
información. Lamento que la jerarquía de la Iglesia no use todo su poder
simbólico para “exigir” (no “exhortar” o “animar”) información de quienes la
tengan, y restitución justa de niños y bienes además de información de los
cuerpos.
Este es el Videla que padecí, al
que desprecié y repudio. Este es el Videla que ensombreció nuestra patria,
torturó nuestra memoria, aniquiló la justicia, entregó la economía, y diezmó generaciones
enteras. No me pidan que me alegre por su muerte, pero no me pidan que lo
llore.
Foto tomada de www.pagina12.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario