Una reflexión sobre la “espiritualidad”
Mi paso por Tumaco [1]
Creo que “espiritualidad” no se trata alimentar una parte de la persona humana, la interior (“el espíritu”), y llenarla de nutrientes, o de “cosquillas”. Eso me parecería dualista, y además dudosamente evangélico. Eso permitiría –en la práctica- que sólo quienes tienen la ocasión, puedan ser “espirituales”. Así, unos –por pertenecer a la vida “religiosa”, por ejemplo, podrían serlo, mientras otros –en general los laicos, con la excepción de aquellos/as que “no tienen nada que hacer”- difícilmente sean verdaderos espirituales. Unos –los primeros- tienen oportunidad de rezar, leer libros “espirituales” (que alimentan o hacen “cosquillas” en el espíritu), participar de sacramentos, mientras que los otros –el 99%- no tienen esa oportunidad. Y serían –en la práctica- una suerte de “cristianos de segunda categoría”, casi “de ocasión”.
Por el contrario, creo que “espiritual” es todo aquello o aquella persona que en su vida es conducido por el Espíritu de Dios, y colabora en esa conducción. Se trata de la vida toda, no de un momento de esta, del que sólo puede gozar quien “tiene tiempo”.
No voy a cuestionar a los primeros, a los que pueden aprovechar para leer buenos libros, en especial la Palabra de Dios, tener momentos fuertes de oración o participar de sacramentos, aunque –si tuviera la ocasión- me gustaría alertarlos sobre la posibilidad de que esas circunstancias los alejen de la vida cotidiana, precisamente de la vida según el espíritu, y creyendo ser espirituales se vuelvan todo lo contrario, por no saber reconocer el espíritu allí donde sopla. Evadirse de la realidad entre “salmos, himnos y cantos espirituales” no es espiritualidad sino todo lo contrario. Por evasión, precisamente.
Mi reciente experiencia en Tumaco fue –para mi- profundamente espiritual. Creo tener los ojos y los oídos entrenados para reconocer las cosas de Dios (o las que no lo son, que a veces es el mismo camino). No me creo ni soberbio, ni paternalista, ni “iluminado” por atreverme a decir que estoy convencido que ciertas cosas “son” y otras “no son” voluntad de Dios; ¡y atreverme a decirlo! Y aprender a escuchar o ver esa voluntad de Dios es –precisamente- espiritualidad. ¿Dónde sopla el espíritu de Dios en medio de la vida, y de la muerte? ¿Qué dice –o susurra- entre balas, llantos o risas de niños?; ¿por dónde camina entre palafitos, puentes desvencijados y esquivando moto-taxis?
Mirando la gente, sufrida y cálida, pacífica y profundamente humana, no puedo sino reconocer que allí también está el espíritu de Dios. O especialmente allí. ¿Cómo es posible que mujeres signadas por la violencia, a las que mataron un marido, o hijo/s sigan siendo cercanas, fraternas (sororales, para ser precisos en este caso), te reciban en su casa y no veas odio en sus ojos? ¿No está presente allí el espíritu? ¿No es ese mismo el espíritu que debemos beber y saborear? Las puertas abiertas, los niños jugando en la calle o en el agua, los saludos constantes, ¿no son vida, alegría y paz? ¿No son frutos de la presencia del espíritu? Aprender a ver brotes de vida no se trata de ilusión, u “opio del pueblo”, precisamente; es todo lo contrario. Se trata de tener sensibilidad y caminar junto a “la gente” porque es precisamente allí donde está soplando el espíritu. ¿No sería extraño que pretendamos que el espíritu de Dios -¡Dios mismo!- se limite a templos, liturgias o libros? ¿Se encierre en ellos? Debo decir, sin ninguna pretensión de mi parte, que soy testigo que el Espíritu de Dios está en Nuevo Milenio, o soplando por las calles de Tumaco. Precisamente entre las balas, o entre la desocupación, entre las pobres escuelas de pobres o las mujeres sin dientes y golpeadas, entre el alcohol y la pobreza miserable; allí, entre la inhumanidad. Allí está el espíritu de Dios como resistencia, o “aguante”, allí está como calidez humana, como sonrisa frecuente o como lágrimas, como palabra acogedora, como hospitalidad, o solidaridad, en suma: como humanidad. Curiosamente el espíritu de Dios parece encontrarse en medio de lo más humano o inhumano, y no tanto en lo aparentemente “divino”. Pero creo que hay que aprender a escucharlo, a verlo. Y creo que de eso se trata la “espiritualidad”.
Sin duda alguna creo que Tumaco es mucho más parecida a Nazaret o Cafarnaum que Buenos Aires, o Bogotá. Es precisamente en un pueblito como ese donde Jesús dijo que el “reino de Dios se está acercando”; es en un pueblito como ese donde es más fácil comprender que el reino se parece a una red de pesca, o donde Pablo puede coser carpas, o donde un trabajador manual esperar que venga alguien a contratarlo, o la mujer preparar la masa de los panes, o dónde conviene poner la lámpara en la casa, o hacer memoria de cuando podían sembrar y cosechar, antes que llegara el glifosato. Creo que en sus oídos las parábolas de Jesús resuenan de otra manera. De ese Jesús que vino a “anunciar la buena noticia a los pobres”. Creo que las luces de neón impiden habitualmente ver la luz viva poniéndola bajo un nuevo celemín, las bocinas de los autos aturden los murmullos de los niños que cantan, y el cemento no suele dejar crecer los lirios del campo. No que Dios sea ajeno a la ciudad, pero sí que la ciudad, las rejas, los guardias, con frecuencia suelen golpear a la mujer del Cantar impidiéndole el encuentro con el amado. No que el espíritu deje de soplar también en la ciudad, pero sí que es más fácil de escuchar entre risas de niños que entre motores, entre llantos de mujeres que entre anuncios de TV. Ciertamente otro entrenamiento de ojos y oídos es necesario en la ciudad, porque allí también sopla el espíritu de Dios, pero sin dudas conviene entonces empezar por mirar bajo los puentes, en los chicos de la calle, en los asilos o comedores, para poder empezar desde los últimos, como proponía Jesús.
Pero lo cierto es que en Tumaco fui testigo que está el Espíritu Santo, y mi paso por calles y casas, puentes y cañas, lágrimas y risas fue un fuerte momento de espiritualidad. Vi el rostro del Espíritu, o –mejor- el rostro con que el Espíritu eligió mostrarse y hablar, ¡rostro negro!, con danzas y juegos, con gozos y esperanzas, dolores y llantos, rostro humano. Muy humano. Y creo haber gozado de ese soplo del espíritu, de ese paso por mi vida. ¡Y no puedo callar lo que he visto y oído!
Eduardo de la Serna
Junio 2011
[1] Tumaco es una ciudad del departamento de Nariño, Colombia, frontera con Ecuador. Según los diarios, “la posibilidad de ser asesinado en Tumaco es ¡9 veces mayor! Que en el resto de las ciudades de Colombia. En el año 2011, dicen, hubo 360 asesinatos. Y son 100.000 habitantes. Más del 90% son afros, pobres, mal ocupados. La guerrilla, los paramilitares (enfrentados entre ellos) marcan “a fuego” el clima de violencia. A veces, ser sicario por $ 10.000 (aprox. U$A 5) es una buena manera de “hacer unos pesos”. Tener un mototaxi, o “conchear” (salir a buscar moluscos), es otra... Las fotos de esta nota son mias.
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