lunes, 25 de febrero de 2013

Hacia una estructuración eclesial-jerárquica más trinitaria y menos monárquica


Hacia una estructuración eclesial jerárquica más trinitaria y menos monárquica*


Eduardo de la Serna


    Muchas razones de diverso tipo llevan a pensar, cuestionar, adherir vehementemente y criticar severamente en nuestros días a la Iglesia (1): sea al Papa, la Curia romana, tal o cual documento, tal o cual cardenal. A eso deben añadirse las instituciones, Conferencias Episcopales, Nuncios apostólicos, etc. Muchos trabajos han visto la luz últimamente; trabajos periodísticos, teológicos, sociales, bíblicos; particularmente numerosos con motivo de los festejos por los 25 años de papado de Juan Pablo II. En este sentido, debo reconocer que lo que originó mi reflexión y la concreción de esta nota, comenzó en la lectura de un artículo de C. Schickendantz, sobre la organización y el gobierno de la Iglesia Católica (2). Allí comenzó mi reflexión, pero lo que propongo aquí  pretende ser original, y aportar algo al debate, aunque más no sea desde la disconformidad.

    Este trabajo sobre la iglesia no busca ser un tratado trinitario, y quizás tampoco eclesiológico. Pretende, simplemente, dar elementos para la reflexión; elementos que serán a su vez bíblicos, teológicos, pastorales... Pretende, en suma, dar una respuesta al pedido de Juan Pablo II:

« Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva. Durante un milenio los cristianos estuvieron unidos "por la comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de disciplina"» (Ut unum sint 95).

Por otra parte, este artículo pretende ser un sencillo esbozo de lo que podría ampliarse mucho más. En realidad, cada punto bien merecería constituir un capítulo de un libro. Aquí pretendo sencillamente plantear una otra mirada, que se escucha necesaria y parece ser, entonces, algo crítica, subversiva, y ciertamente evangélica.


I.- La Iglesia se piensa a sí misma

    Es un dato adquirido -especialmente a partir del Prólogo de Juan- hablar de “encarnación” (1,14). Y no sólo referida al Hijo de Dios. En este caso hablo de la encarnación de la Iglesia  como pueblo de Dios que pretende  hacer carne en la historia, en las culturas, la voluntad de Dios -su reino-. La Iglesia existe para evangelizar (EN 14), es decir para anunciar la buena nueva del reino a todos los hombres -varones y mujeres- de un lugar y tiempo determinados (EN 62). En tiempos del Imperio romano, la Iglesia “se encarnó”, y no podía menos que asumir su cultura, y también se dio sus modos de organización y gobierno. Ciertamente los tiempos, los imperios, las culturas, los modos de gobierno, han cambiado, pero parece que la Iglesia no ha cambiado lo suficiente en coherencia con las “cosas nuevas” (3). Cuando la Iglesia reflexiona estos tiempos, y su presente (cuando la que lo hace es una teología que es a su vez “encarnada”), es normal que Iglesia y teología caminen juntas... Por ejemplo, en tiempos constantinianos, la Iglesia se fue dando una organización monárquica, y por tanto, es normal que la reflexión sobre Dios (teo-logía) fuera a su vez monárquica, mono-teísta. No es casualidad que la reflexión trinitaria no fue particularmente fructífera en el tiempo pasado. Para peor, el acento puesto casi excesivamente en el “misterio” o en la unidad-trinidad y las “personas”, impedía encontrar otras riquezas y consecuencias de la reflexión trinitaria (4).

    El punto de partida de este trabajo se basa -en coherencia con otros autores, e incluso con últimos documentos eclesiásticos, como “Navega Mar Adentro”- en sostener que una profundización en el mundo trinitario (misterio entendido en el sentido bíblico) llevaría casi ineludiblemente a una reflexión sobre la Iglesia (5), y a una revisión del modo en que la Iglesia se ha “encarnado”. Leonardo Boff había dicho tiempo atrás -y ciertamente nadie osaría cuestionarle su ortodoxia en esto- que la Trinidad es la mejor comunidad (6); Dios en su seno es familia, afirma Juan Pablo II. ¿Por qué entonces la Iglesia no es una sociedad acorde a esto?, ¿por qué no es familia?, ¿por qué muchas veces se tiene la sensación que la Iglesia se parece más a un ejército de obediencia vertical y con escalafones, que a una comunidad?. ¿Por qué tantos “sentimos” que en muchos espacios eclesiales impera una suerte de “papolatría” ahogante y casi tiránica?(7).

    Sin embargo, parece prácticamente imposible -y hasta herético para algunos- cuestionar el modo concreto en que la Iglesia ejerce la autoridad. Una vez un teólogo me decía: “-en la Iglesia católica, la papolatría y la mariolatría, jamás serán sancionadas”, esto a raíz de haber visto un libro que llevaba el idolátrico título de “Juan Pablo II, el hermano de Dios” (8).

    Nadie podría dudar seriamente que desde siempre en el grupo de seguidores de Jesús está prevista una cierta autoridad. Nadie -además- podría cuestionar con sensatez, en ningún grupo humano que pretende estructurarse u organizarse -especialmente si es numeroso- que este deba darse una organización. La pregunta es ¿cómo debe ser este ejercicio de la autoridad y esta organización? A veces parece que el modo de “encarnación” de la autoridad que se ha dado es más firme e intocable que los mismos Evangelios. Los Evangelios se pueden (¡deben!) interpretar, pero la autoridad eclesial no, parece decirse.

    La pregunta de la que partimos para esta reflexión es: en estos tiempos, ¿no cabría pensar una “encarnación” de la autoridad eclesial en un modelo mucho más democrático?. En el examen de conciencia de la carta del Advenimiento del Tercer Milenio Juan Pablo II afirma: 
¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares, la eclesiología de comunión de la Lumen Gentium, dando espacio a los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del Pueblo de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II?” (TMA 36); 
aunque es verdad que no queda claro a qué “democraticismo ... que no refleja la visión católica” se refiere.

    Comencemos diciendo, como es obvio,  que lo primero que debemos mirar es confrontarnos con “la Iglesia que Jesús quería” (tomando el título del excelente libro de G. Lohfink, ahora reelaborado en “¿Necesita Dios la Iglesia?”). Una vez visto esto -que es lo verdaderamente normativo, ¡y ecuménico!- recién entonces podremos preguntarnos por el espíritu del Vaticano II (espíritu, por otra parte, bastante ahogado por muchos de los dicasterios romanos de este tiempo).

    Una cosa que podríamos hacer es preguntarnos por los primeros tiempos del cristianismo, y ver allí que Pedro parece compartir su autoridad con Juan y Santiago (sea este el “Jacobo” que fuere, Gal 2,9). Pablo no teme cuestionarle su accionar a “Cefas” (Gal 2,11) y poco le importa si los tres antedichos son o no “tenidos por notables” (Ga 2,6). El mismo Santiago (al menos en el estado actual de Hechos) corrige en parte la intervención petrina en la “asamblea de Jerusalén” (ver Hch 15,10.20). La autoridad eclesial no parece haber sido monárquica “ab initio”(9). Lo mismo vale para el primitivo ejercicio del “episcopado”. En las comunidades primitivas -con excepción quizás de Antioquia- había varios “obispos” en cada comunidad. Será más tarde que se impondrá el modelo de “obispo monárquico”.

    Pero no pretendo aquí reflexionar sobre la  autoridad en la Biblia -y menos en la historia de la Iglesia-, sino hacer un análisis diferente que -creo- puede ayudar a tener una nueva mirada. Por cuanto la mirada será trinitaria, la pregunta al Antiguo Testamento será necesariamente parcial. Precisamente, lo que queremos presentar es la novedad que aporta la reflexión trinitaria sobre las consecuencias del monoteísmo rígido. En este caso, lo que propongo es que -como otras cosas- la estructuración eclesial actual parece más guiada por el Antiguo Testamento que por el reconocimiento de la novedad aportada por la Nueva Alianza (10). Esto podría reducirse a esta ecuación: un monoteísmo rígido lleva a una estructuración monárquica (si no es al revés), mientras que una mirada trinitaria lleva a una estructuración comunitaria y familiar (por tanto, democrática).

    Por otra parte, es evidente que en este trabajo nos moveremos en el ámbito de lo que se han llamado las propiedades trinitarias, o las notas de reconocimiento. Así afirma un autor contemporáneo:
    “Lo que es propio de las personas divinas y por lo que se distinguen unas de otras no establece ninguna diferencia esencial: por ello de cada persona divina pueden predicarse las características esenciales divinas. Aunque con vistas a esclarecer el perfil personal atendiendo a la capacidad mental del hombre bien pueden atribuirse de una manera particular ciertas notas esenciales a las distintas personas” (11).    

Miremos, entonces, bíblicamente, qué puede aportarnos la reflexión trinitaria en cuanto presente en la vida del Pueblo de Dios.


II.- Una reflexión trinitaria

A. La voluntad del Padre

    Ya desde los inicios de la organización del pueblo de Dios, cuando Israel empieza a darse una organización y pide “un rey como los demás pueblos” (1 Sm 8,20), este pedido se advierte como un cuestionamiento a Yahvé como único y verdadero rey de una nación que tiene entre otras características “que no es como los demás pueblos” (ver Num 23,9; 2 Sam 7,23; Ez 38,8) (12). Realmente es importante notar que -a diferencia de las naciones de aquellos tiempos- el rey en Israel no tiene “poder legislativo”  (13), sino que éste debe cumplir la “voluntad de Dios” expresada en la Ley. Sólo Dios tiene capacidad legislativa en su pueblo. Hacer la voluntad de Dios es lo único que cuenta, y a eso debe abocarse el rey. Cuando esto no sucede, los profetas reclaman en nombre de Yahvé, hablan en su nombre, denuncian que su voluntad no se realiza. Los sabios afirman que la verdadera sabiduría nace del “temor de Yahvé” -es decir del reconocimiento del Señor como soberano- y de amarlo. Tan claro es esto, que se acostumbra hablar de “la Ley” no sólo para referir exclusivamente a los textos legislativos (Pentateuco) donde la voluntad de Dios está expresada y codificada, sino también con alguna frecuencia se habla de “la Ley” para referir a toda la Biblia (ver Jn 10,34; Rm 3,19s; 1 Cor 14,21).

    Entrando en el Nuevo Testamento, la realización de la voluntad de Dios es el motor de la obra de Jesús: para eso ha venido. Su predicación no es otra que la del Reino, esto es “buscar que Dios reine” en esa realización de su voluntad. En este sentido, podemos afirmar que la terminología joánica “mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4,34) no es diferente a afirmar -como lo hace Mateo- que ha venido a dar cumplimento a “la Ley y los profetas” (5,17), ha venido para los pecadores (9,13), ha venido a vencer el anti-reino de los demonios que buscan la destrucción y el mal (8,29). Jesús puede “resumir” la ley en dos mandamientos (22,40), pero no la anula.

    Todo el ministerio del Hijo es presentado en la carta a los Hebreos partiendo del Salmo 40: “Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Heb 10,7), y eso es lo que Jesús nos enseña a pedir: “¡hágase tu voluntad!” (Mt 6,10) y lo que -aunque deseara lo contrario- pide ardientemente en el momento sublime de la Pasión (Lc 22,42). Es interesante notar que el término “voluntad” (thelêma) se encuentra 62 veces en el Nuevo Testamento y casi con exclusividad se refiere a la voluntad de Dios. Así Jesús nos asegura que no se entrará (14) al reino necesariamente por la ortodoxia de reconocerlo como “Señor”, sino por hacer “la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21), y ese o esa tal es su “hermano, ...hermana y... madre” (Mt 12,50).

    Sintetizando: Jesús no busca su voluntad sino la del Padre (Jn 5,30; 6,38) y el creyente debe evitar “acomodarse al mundo presente, antes bien, transformarse mediante la renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12,2). Por eso el autor de la Primera carta de Juan reconoce que “en esto está la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha” (5,14), y la carta a los Hebreos ruega que Dios nos “disponga con toda clase de bienes para cumplir su voluntad, realizando él en nosotros lo que es agradable a sus ojos, por mediación de Jesucristo” (13,21).

    Con otras palabras, Pablo y sus discípulos afirman que debemos buscar “agradar” a Dios (en el Nuevo Testamento el término es casi exclusivamente paulino). Con lo que queda excluida toda búsqueda de la voluntad divina en “clave autoritaria” o legalista (lo que es particularmente razonable en Pablo y su enfrentamiento con la ley) para moverse en otro terreno. Pero, debemos tener presente, además, que el verbo “agradar” en la Biblia griega se aplica siempre a Dios. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento (con la excepción de Tito 2,9). Buscar lo que le agrada es conquistar sus favores.

    Es interesante, además, notar que “agradar” (euaresteô) traduce en la Biblia griega con bastante frecuencia el verbo hebreo “caminar” (hlk) que tiene claras connotaciones legales: como es sabido, la halaká es la relectura bíblica propia de los rabinos en clave legal, hasta tal punto que la Enciclopedia Judaica la traduce directamente por “ley” (15).

    En suma, podemos afirmar, que de un modo más o menos legal, es propio del Padre Dios normar la vida de su pueblo. A Dios debemos buscar agradarlo realizando su voluntad, expresada ya no de manera puramente legal, pero sí en la búsqueda del amor que es “la ley en su plenitud” (Rom 13,10). Por eso Dios puede presentarse como abbá, Padre (Rom 8,15; Gál 4,6). Ciertamente esto también dice relación al Hijo y al Espíritu; volveremos sobre ello.

B. La obra liberadora del Hijo

    Afirmamos, más arriba, que el rey no tiene potestad legislativa en Israel. Por tanto, es de esperar lo mismo del Mesías hijo de David (16): no puede legislar. Sí, en cambio le corresponde juzgar. Es interesante notar -en los manuscritos de Qumran- el respeto que se espera tenga el mesías futuro por la Torá.    
No faltará soberano de la tribu de Judá, cuando Israel mande. No faltará quien se asiente en el trono de David, pues el bastón de mando es el pacto de realeza y las aldeas de Israel son su escabel, hasta la llegada del Mesías de justicia, el retoño de David, pues que a él y a su descendencia le será conferido el pacto de realeza sobre su pueblo durante las generaciones eternas. El guardó la Torá con los hombres de la comunidad”. (4Q252, Bendiciones patriarcales).

    En realidad, al rey, y al mesías les corresponde poner esa ley en acto, esto es: “justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos” (Is 11,5); “Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia, Desde ahora y hasta siempre, el celo de Yahveh Sebaot hará eso” (Is 9,6). Todo esa novedad que Dios pretende establecer y para la cual se elige un pueblo, la concreción del “derecho y la justicia” (mispat wesedaqah), es tarea del pueblo de Dios, y principal responsabilidad de su rey.

    Cuando Jesús quiere restaurar Israel -es para expresar visiblemente esto que elige 12 discípulos, repitiendo el esquema de las tribus- entonces es evidente que ese derecho y justicia deben ser una realidad. La característica pastoral de Jesús, que tiene la misericordia como núcleo, muestra de qué manera Jesús desea que la fraternidad que Dios pretende para los suyos se haga realidad. Mientras muchos escribas y fariseos “atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas” (Mt 23,4), Jesús los invita a descubrir que su “yugo es suave y (su) carga ligera” (Mt 11,30). El “yugo” es, como se sabe, imagen frecuente para referir el modo de poner en práctica la voluntad de Dios (17).

    Si el reino es la búsqueda de la realización de la voluntad de Dios, los milagros suelen ser el enfrentamiento con las fuerzas del anti-reino, lo contrario a la voluntad de Dios. Así, los milagros de Jesús quedan deformados cuando los miramos como cosas maravillosas o sorprendentes. Su característica principal es la misericordia, las entrañas femeninas (splagjnon) de Dios que se conmueven frente al dolor. Y Jesús no permanece indiferente ante estas situaciones. Él muestra la dinámica del reino en acto.

    Por eso Jesús no es un espectador del reino, sino el que ha venido para que el reino venga. Su expresión primera se ve en los exorcismos, pero también en otras manifestaciones de misericordia, donde Jesús se enfrenta cara a cara con el pecado y sus consecuencias. Ya vimos que Jesús no vino a abolir la ley, sino a “llevarla a cumplimiento” (Mt 5,17), y se compara a sí mismo con un médico que busca la misericordia y no ha “venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,13), o a un pastor que ha venido para que las ovejas “tengan vida, y vida en abundancia” (Jn 10,10).

    Desde el comienzo, Jesús pretende “cumplir toda justicia” y acepta el bautismo de Juan (Mt 3,15); y se enfrenta a la tentación que pretende apartarlo de su misión. Jesús reconoce esa misión en función del reino, y quiere revelar que ese Dios que se ha decidido a reinar es “abbá”. No es un dios tiránico, no es un indiferente, no es un dios distante, ¡es padre!

    Hay muchos temas que se podrían encarar aquí, como el grado de conocimiento que Jesús tenía de su misión, la predicación presente y futura del reino, la tentación política ante el seguimiento y las multitudes... Sin embargo, lo que todo esto nos revela es que Jesús está en cierta manera en relación directa con la inauguración del reino. Como ya lo hemos dicho en el párrafo anterior, viene a realizar, a concretar la voluntad del Padre que constituye su “alimento”. La misión de Jesús es inseparable de la voluntad de Dios.

    Ciertamente, en la realización de la voluntad del Padre, el lugar central y fundamental lo juega la muerte y resurrección de Jesús. La pregunta fundamental –en este punto- es saber si Dios quería que su Hijo fuera asesinado, y del modo más atroz imaginable. Como es sabido, en el Nuevo Testamento hay dos tipos de textos sobre la muerte de Jesús: unos en los que Dios “quiere” la muerte de su Hijo, y otros en los que son los hombres los que buscan esa muerte. Propiamente hablando, los textos son -como todo el Nuevo Testamento- post-pascuales, y por lo tanto, escritos habiendo leído la muerte de Jesús en clave reconciliadora (“por nuestros pecados”) ¡y desde su resurrección! Sólo desde la reconciliación y la resurrección puede afirmarse que Dios “quiere” la muerte de su Hijo. Propiamente, Jesús acepta esa muerte que la violencia de los hombres le inflige, y que ciertamente Dios no quiere. Podríamos decir brevemente: Jesús viene a mostrar el rostro de Dios como el de un padre, el Dios de la misericordia que “incluye” a todos los que los “dueños de las llaves” excluyen partiendo de la categoría “santidad” (18). Precisamente estos “dueños de Dios” quieren hacer callar al “profeta”: “¿en nombre de quién...?”, “¿con qué autoridad?” (Lc 20,2). Ellos veían correctamente que la vida y predicación, las obras y palabras de Jesús revelaban otro Dios que ponía en crisis su poder. No pudiendo callar al Señor, deciden darle muerte. Aquí radica, precisamente el sentido de la muerte de Jesús: su fidelidad al recto rostro de Dios. Jesús da la vida porque no quiere (ni puede) traicionar a un Dios al que conoce como padre. En ese sentido, la “voluntad de Dios” es que Jesús permanezca fiel hasta la muerte. No es la muerte, sino la fidelidad lo que quiere Dios. Por eso la nueva palabra del Padre es la resurrección, con lo que confirma ese  recto rostro de Dios que Jesús ha reflejado y contado. (El uso de “recto rostro” es intencional. Si se habla de orto-doxia, orto-praxis, y hasta orto-patía, se podría también hablar de una orto-eikonía (para seguir el estilo). Dada la importancia de lo testimonial,  lo martirial y lo simbólico, mostrar rectamente a Dios no debería dejarse de lado).


    En suma, la pascua (muerte y resurrección) nos muestra una vez más a Jesús que pone en práctica la voluntad del Padre. Y es esa puesta en práctica -precisamente- la que nos invita a llevar a cabo (ver Mt 23,23; Lc 10,37).


C. El discernimiento del Espíritu

    Como es sabido, en una reflexión bíblica de la Trinidad, no es fácil encontrar referencias al Espíritu Santo. Resulta clara (y chocante a algunos) la expresión del Catecismo de la Iglesia Católica:

    “El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida... Así por avances y progresos de gloria en gloria, es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos  (San Gregorio Nacianceno, or. theol. 5, 26)” (CatIC 684).

    Sin embargo, la obra del Espíritu en la Iglesia se presenta en la Escritura de algunos modos que podemos señalar expresamente.

    Comencemos por analizar un término que hoy atribuimos con facilidad al Espíritu Santo: el discernimiento. El término que se utiliza en el Nuevo Testamento y suele traducirse por discernir es diakrinô. Como se ve, la raíz “krinô” remite a un juicio, y de hecho el término tiene connotaciones judiciales. Sin embargo, no siempre es fácil traducirlo.

    Con alguna frecuencia es entendido de modo negativo y puede traducirse por “dudar” o -para respetar más fielmente la raíz- “no acertar a elegir”. Particularmente en ese sentido lo utiliza la carta de Santiago. En 1,6 la idea es la vacilación entre aceptar o no la posibilidad del don de Dios (la misma tensión entre fe y aceptación, la encontramos en Mt 21,21-22; precisamente porque el incrédulo puede no aceptar es que puede traducirse correctamente por duda).

    Otro modo de traducir el término es “distinguir-hacer distinción”. También la carta de Santiago lo utiliza de esta manera, hacer distinción de personas en el seno de la comunidad cristiana es “juzgar” con criterios ajenos a los de Dios (2,4). En realidad, el único que puede juzgar es Dios (cf. Mt 7,1), y él no hace esa “no-elección”.

    Un poco más en nuestro tema, también el término puede traducirse como interpretación. Incluso, alguna vez, el término diakrinô es utilizado para traducir el hebreo pšr (19), de donde viene la lectura interpretativa de pešer. Así dice el pešer de Habacuq en Qumrán: “Lo oirán de la boca del sacerdote que Dios colocó en Judá para explicar todas las palabras de sus servidores los profetas, por medio de los cuales Dios describió todas las cosas que tendrán que suceder a su pueblo” (1QpHab 2,8-10; en este “comentario” el término explicación se encuentra 21 veces). En la misma línea, el rey afirma que Daniel puede dar la “interpretación” porque en él reside el “espíritu de los dioses santos” (Dn 4,6.15). El contexto apocalíptico recuerda que algo debe ser interpretado o revelado, y sólo puede hacerlo el ángel intérprete, o aquel a quién Dios elija.

    Sin embargo, hay una serie de textos que permiten ampliar esta mirada de la relación entre el “juicio-entre” (dia-krinô) y el Espíritu Santo:

    Para comenzar, Pedro afirma -en Hechos- que “el Espíritu me dijo que fuera con ellos sin ‘juzgar’. Fueron también conmigo estos seis hermanos, y entramos en la casa de aquel hombre” (11,12). En realidad, entrar en casa de paganos era algo que les estaba vedado a los judíos piadosos (10,28). Sin embargo, el mismo espíritu -que interpreta a Pedro la visión del mantel (10,19), y que luego descenderá sobre el pagano Cornelio y los suyos (11,15)- es quien se encarga de indicar a Pedro qué es lo que es coherente con la voluntad de Dios (“lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano” 10,15). Pedro no debe “juzgar” con criterios que ya no son los de Dios; es el Espíritu el que lo lleva a discernir la voluntad de Dios en los nuevos tiempos (especialmente cuando en los tiempos antiguos se decía otra cosa, o incluso lo contrario, como en este caso). Esa comunicación del Espíritu Santo revela que Dios no hace “distinción” sino que “juzga” de una nueva manera a judíos y paganos.

    La novedad que significa la incorporación de paganos a la comunidad de seguidores de Jesús, necesita discernimiento (Hch 15,8-9). Todos los argumentos e instrumentos de los que disponen (particularmente la Ley y su interpretación) parecen contradecir que tal sea la voluntad de Dios. Sin embargo, el Espíritu Santo lleva a juzgar tal paso como algo realmente querido por Dios. Especialmente los grandes pasos, los novedosos, requieren discernimiento que garantice que se juzga según la voluntad de Dios la decisión de darlos o no. Es la presencia del Espíritu Santo la que ilumina el juicio, la que garantiza la fidelidad a la voluntad de Dios.

    Algo semejante se plantea en las comunidades paulinas. Particularmente la comunidad de Corinto parece sobrevalorar superficialmente a los que aparentan tener más espíritu (pneumatikoi) que otros por tener carismas más espectaculares, como el de lenguas (1 Cor 12-14). Después de establecer una serie de criterios para la edificación de la comunidad, y limitar las manifestaciones con el criterio de la paz, Pablo propone que la comunidad (¿o los profetas? (20)) disciernan la manifestación de la que acaban de ser testigos: “hablen dos o tres (profetas) y los demás disciernan” (1 Cor 14,29). Es el espíritu derramado el que permitirá juzgar (discernir) si lo que algunos dicen es algo de Dios o no. Incluso, termina la unidad diciendo que “Si alguien se cree profeta o inspirado por el Espíritu, reconozca en lo que les escribo un mandato del Señor. Si no lo conoce, tampoco él es conocido (por Dios)” (14,37-38).

    La misma idea, con palabras que le son propias, se encuentran en el Cuarto Evangelio: es verdad que Jesús dio a conocer “todo” lo que oyó del Padre (15,15), pero el Espíritu - Paráclito “enseñará todo” (14,26). Así, el Paráclito es el intérprete autorizado de Jesús, como lo afirma E. Schweizer:
    “Juan describe así la misión del Espíritu: él hará sentar la cabeza al mundo y le mostrará de una manera totalmente nueva cuál es el pecado auténtico, cuál el derecho real y cuál es juicio efectivo (Jn 16,8-11). Pero no es tan sencillo que el Espíritu haya de ser sólo el juez del mundo de forma que ese juicio se viva, a lo sumo una sola vez, en la conversión. Así como Pablo (...) Así Pedro (...). También las cartas que se hallan al principio del Apocalipsis son el juicio del Espíritu sobre las siete iglesias, cuya alabanza o admonición se comunica. ‘El que tenga oídos oiga lo que el Espíritu dice a las comunidades’ (...) Es todo ojos para los que Dios le trata de otorgar y todo oídos para lo que Dios espera de él. Él aprende a decidir y juzgar en los problemas prácticos y a encontrar decisiones concretas...” (21)

Resumamos esta parte con una nueva cita, en este caso de un estudioso argentino:
    “La proximidad del comienzo de un nuevo siglo ha sensibilizado de una manera especial a los hombres sobre la idea de renovación del mundo y de la humanidad. Todos, aun los no creyentes, sienten añoranzas de los cielos nuevos y la tierra nueva que Dios quiere crear con la fuerza de su Espíritu. Los cristianos son conscientes de que llegará un día en que la Iglesia también se manifestará “santa e inmaculada” (cf. Ef 5,27) en todos sus miembros. Mientras tanto los cristianos, que saben que no sólo deben esperar ese día sino que además tienen la tarea de acelerarlo (cf. 2 Ped 3,12) deben interrogar al Espíritu Santo sobre la manera de cumplir su parte para que esta renovación se haga presente” (22)


III.- Apuntes para soñar una estructuración más trinitaria

    Todo esto que hemos presentado, nos invita a ver que las tres personas divinas tienen diferentes manifestaciones en la vida del pueblo de Dios, distintas “apropiaciones”. Al Padre le es propio marcar su voluntad (legislar), al Hijo poner en práctica y marcar el camino para que esto se realice (ejecutar) y al Espíritu Santo, mostrar -especialmente en las “quaestiones disputatae”- dónde se manifiesta esa voluntad de Dios (juzgar).

    La excesiva reflexión monoteísta llevó a la Iglesia a una organización excesivamente monárquica. Creemos que una reflexión trinitaria podría conducir a una reflexión ciertamente más democrática.

    Es indiscutible que en la Iglesia, la estructuración del poder-autoridad es monárquico, y una sola persona, el Papa (el obispo en su diócesis), concita la “suma del poder público”. En él se asientan los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en el gobierno de la Iglesia católica romana. ¿No podría pensarse un modelo más trinitario?

    No es mi intención proponer qué instituciones podrían cumplir o no determinados roles. Eso sería buscar un modo concreto que podría o no ser bueno y apto para encontrar modos de fidelidad; incluso modos que pueden ser eficientes en el mundo civil no tiene por qué serlo en el eclesial. Ciertamente la clave radica en encontrar modos o instancias que nos permitan aproximarnos de la mejor forma posible a una Iglesia según el modelo de Jesús, una autoridad según el modelo de Dios.

    Es cierto que en la historia de la Iglesia ha habido papas santos y papas absolutamente cuestionables. Pero esa no es la cuestión. Se trata más bien de encontrar, primero y principalmente, modos de organización que sean más y más fieles “a la Iglesia que Jesús quería”; luego, encontrar modos prácticos, o estructuras -que pueden tomarse, como fue el caso del modelo vigente- de los modelos que se da hoy la sociedad civil. Si seguimos un modo del estilo del ver, juzgar y actuar convenientemente actualizado según las ciencias sociales, primero deberemos ver la realidad en la que se debe “encarnar” la estructura eclesial, luego juzgar el modo que más fiel a la Palabra de Dios se presente dentro de los posibles, y finalmente obrar para poner en práctica dichas instancias.

    Bien podría pensarse en los presidentes de las conferencias episcopales, o los concilios como instrumentos de poder legislativo. Quizá los sínodos regionales podrían aportar un espacio para un poder judicial, o quizá un tribunal independiente de los otros poderes, probablemente regional. Del mismo modo, sería importante pensar instancias que prevean la posibilidad de remover un papa en caso de necesidad extrema.

    Es verdad que la historia ha mostrado (y no es necesario remontarnos a siglos pasados) mafias enquistadas en el poder curial, lobbies, aparatos por encima de las personas...

    Quisiera poner algunos ejemplos que me parecen interesantes tener en cuenta: en mi país, Argentina, tuvimos una etapa de 10 años -durante el gobierno de Menem- donde un funcionario y también embajador, de excelente relación con un Nuncio de dudosa independencia, y un poderoso cardenal romano, conseguía oportunas declaraciones del Papa defendiendo el gobierno, nombramientos de obispos, y hasta declaraciones de extrañas arquidiócesis para obispos amigos del poder, y todo esto sin el mínimo acuerdo (a veces con el desconocimiento, y las más de las veces, con el total desacuerdo) de la Conferencia Episcopal Argentina.

    La curia romana goza de particular descrédito en muchos ambientes eclesiales. Una de las razones es que no puede, no sabe o no quiere mirar “extra Roma”. Bastantes problemas hubo -por ejemplo- con algunas traducciones litúrgicas al inglés, y que fueron motivo de escándalo y discusiones con la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos o con algunos eminentes Cardenales. Pero como muestra, basta un botón: recientemente el cardenal africano B. Gantin (de Benin) al cumplir los 80 años, y 31 años en la curia romana, pidió volver a su país, a casa de su hermano, y dijo en un reportaje: “después de tantos años yo también soy romano y vuelvo a mi África como misionero romano”(23). Personalmente no puedo entender que esto sea dicho con orgullo y no con vergüenza. La curia es romana, no es católica, parece decir...

    Otros elementos: ¿por qué hay una “clericalización” del poder? Personalmente no entiendo que el Vaticano sea un Estado (incluso, la mayor cantidad de cosas positivas que se le han reconocido a Juan Pablo II en sus 25 años de Pontificado han sido en cuanto “Jefe de Estado”), lo que es por lo menos extraño; pero mucho menos entiendo que tenga “embajadores”. Y todavía comprendo menos por qué estos deben ser obispos. Si debiera haberlos -cosa que espero que no los haya; al menos en mi país las experiencias fueron gravísimas y habitualmente no evangélicas- ¿por qué no podrían ser laicos y laicas? ¿cuál es el motivo ministerial por el que deben ser obispos? Lo mismo ocurre con los cardenales, otra anacrónica e innecesaria institución, resabio de la monarquía. Si debiera haberlos, ¿por qué no podrían ser laicos y laicas? ¿No sería más sensato que la elección del futuro Papa no recayera en personajes que el mismo Papa eligió sino en -por ejemplo- obispos, religiosos y laicos de diferentes países? Si toda curia se presta a anquilosamientos, perpetuidades curiales, mafias, lobbies, “tomaduras de tiempo”, mirando el papado, ¿necesariamente debe ser perpetuo? ¿No sería mucho más ejecutivo, sensato, y menos peligroso, pensar un papado que sea siempre temporal (por ejemplo de 8 a 10 años)? Así se evitarían muchos males, ciertamente.

    Insisto en lo fundamental: ¿Por qué no hay “división de poderes” en la Iglesia y uno sólo tiene la “suma del poder público”? ¿No se podría pensar en una mayor democratización, incluyendo con pleno derecho laicos de ambos sexos (y no como meros observadores, o invitados)? Personalmente creo que una mirada profunda a la Trinidad ayudaría a mirar que otra organización es posible, y una mayor confianza en el Espíritu Santo como el que acompaña y guía a la Iglesia en el discernimiento, y por lo tanto, en quien recae el peso del futuro de la Iglesia, ayudaría a perder los miedos que los cambios traerían. Ciertamente no se cuestiona el papado, sino el papado como se organiza en este tiempo; no veo que haya objeciones bíblicas para que haya una división de poderes, que estos sean independientes y por un período de tiempo. Y creo que esto ayudaría mucho en el campo ecuménico, en el terreno pastoral y nos permitiría ganar en fidelidad y libertad.


Notas

1.- Por Iglesia entiendo -en este trabajo- el modo que la Iglesia católica romana se ha dado a sí misma. Es decir, a la reflexión e intento de ser “Iglesia de Jesucristo” y a la distancia entre lo que Jesús soñó para sus seguidores y lo que de hecho ocurre. Y particularmente, al modo organizativo (papado, curia romana, etc.) que hoy la Iglesia se da. Sobre esto hay numerosos trabajos, y no pretendo reemplazarlos, simplemente busco aportar un nuevo elemento a la reflexión de la organización eclesiástica. Un elemento teológico, ciertamente, y no político.

2.- C. Schickendantz, “La organización y el gobierno de la Iglesia Católica. Un análisis desde las ciencias sociales”; Proyecto 40/ 13 (2001) 27-45 donde dedica a comentar un trabajo de T. L. Reese, Inside the Vatican. The Politics and Organization of the Catholic Church, Cambridge 41998. El autor acaba, asimismo, de publicar un trabajo ¿Adónde va el papado? Reinterpretación teológica y reestructuración práctica, Buenos Aires 2001. No quiero significar que lo que yo aquí diga lo sostiene Schickendantz, sino que su lectura me inspiró este trabajo.

3.-  “La última monarquía absoluta en Europa” la llama Reese (p. 16), cf. Schickendantz, “La organización”, 30.

4.- No pretendo hacer en tan poco espacio una presentación de “la Trinidad en la historia de la teología”. Simplemente mirar un dato, fundamentalmente actual. No desconozco las reflexiones trinitarias de Agustín, por ejemplo, ni las de Ricardo de San Víctor. Sin embargo, eso no impide que en esta “ciudad de Dios” la autoridad monárquica se haya modelado según “la ciudad” romana.

5.- No debemos olvidar que las misiones trinitarias son el fundamento último de la misión eclesial. La Iglesia nace de la Trinidad y a ella debe remitir su ser y su existencia. Y por tanto el modo en que esa existencia se hace operativa en función del desempeño de la misión.

6.- L. Boff, La Trinidad, la sociedad y la liberación, Paulinas, Buenos Aires 1988, 184-190.

7.- Personalmente me consta que uno puede cuestionar hasta muy críticamente papas del pasado sin dificultades, pero basta que un obispo diga que muchas cosas ya no las decide el Papa actual, por estar viejo y enfermo, como para que sea llamado al orden en Roma. Lo mismo le ocurrió a un miembro de la curia de una importante orden religiosa en Roma.

8.- Dice bien G. von Rad que “no hay ni una sola verdad de fe que no podamos manipular idolátricamente” (citado por J. L. Sicre, Los Dioses olvidados. Poder y riqueza en los profetas preexílicos, Cristiandad, Madrid 1979, 179). Un ejemplo muy interesante de lo que llama “eclesiolatría” puede verse en la lectura de la condena de Juana de Arco, de F. M. Léthel, Connaître l’amour du Christ qui surpasse toute connaissance. La théologie des saintes, ed. du Carmel, 1989, 348.

9.- No parece improbable que Santiago manifestara de tal modo su autoridad por ser “el hermano de Jesús” que fuera decisivo en la ida de Pedro a Antioquía. Precisamente la llegada de Pedro a esta ciudad fue a su vez causante de que Pablo la abandonara definitivamente. Cf. R. E. Brown - J. P. Meier, Anthioch & Rome, Paulist press, New York 1983.

10.- No parece difícil pensar que en muchas cosas, el modelo “sacerdotal” que se pretende hoy es más parecido al sacerdocio del Antiguo Testamento que al “nuevo y definitivo” de la carta a los Hebreos. No en vano, el reciente documento sobre el “pastor y guía de la comunidad” de la congregación para el clero ¡jamás! cita la carta a los Hebreos. Si lo hiciera hubiera debido hacer un documento completamente diferente.

11.-  J. Werbick en Th. Schneider, Manual de Teología Dogmática, Herder, Barcelona 1996, 1146.

12.- En realidad la idea de que Israel no es como los demás pueblos también pretende subrayar el monoteísmo ya que “los demás pueblos” suponen también “demás dioses”. La fórmula de la alianza yo tu Dios - tú mi pueblo, ciertamente está en el trasfondo de todo este planteo.

13.- Cf. R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1976, 214-215.

14.-Siendo el reino la realización de la voluntad de Dios, la imagen de entrar (y otras) no es coherente con la imagen (ver J. Jeremías, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1974, 48-49). Sin embargo, Jesús parece tener en mente la imagen del banquete -al que ciertamente sí puede entrarse- imagen que con mucha frecuencia utiliza para mostrar el reino, o quizá la de una casa, célula de la comunidad primitiva.

15.-  Encyclopedia Judaica Youth, s.v. “Law”.

16.- No es uniforme la expectativa mesiánica en Israel. Nos referimos -como es obvio- a la expectativa en un mesías davídico. Otros mesías esperados, proféticos, sacerdotales, no incluyen la posibilidad legislativa. Y del “profeta semejante a Moisés”, el Taheb esperado por los samaritanos, nada se dice de su capacidad legislativa: vendrá como “revelador” (Taheb puede significar “el que vuelve” o “el restaurador”), de allí que la samaritana afirma que el mesías “nos hará saber todas las cosas” (Jn 4,25). De todos modos, es muy poco lo que sabemos de los samaritanos en tiempos de Jesús (cf. J. P. Meier, A Marginal Jew III, Doubleday, New York 2002, 604 n. 181; hay edición castellana, Un judío marginal III, Verbo Divino 2003).

17.- La imagen del yugo pasa de lo agrícola a utilizarse como metáfora sobre la esclavitud (Egipto será la esclavitud paradigmática) y luego se utilizará como imagen se someterse a Dios, o a la sabiduría (cf. Sir 51,26). Es interesante que -como lo vimos con el verbo “agradar”- se utiliza para referir a las relaciones del hombre con Dios y del siervo con su señor. Seguramente esta imagen (“siervos de Dios”) es importante (aunque deba ser purificada constantemente, cf. Jn 15,15) Notar que en el texto de Mt 11,28-30 “sigue la tendencia antifarisea”, “(p)ero los mismos fariseos afirmaban que su observancia de la ley no era un peso ni una esclavitud (...) El elemento liberador en el ámbito de los discípulos de Jesús es el seguimiento. El hecho de que pueden seguir a aquel que se les ha adelantado en el camino...” (J. Gnilka, Das Matthäusevangelium. 1 Teil, HthKNT I,1, Freiburg 1988, 440).

18.- -Es interesante que la idea de santidad (y pureza) parece rechazada por Jesús. El problema es que en su tiempo son cada vez más los excluidos por la “pureza”: no sólo los extranjeros, también los que tienen trabajos impuros, o no honrosos, los manchados con enfermedades cultuales, los niños, las mujeres, y quizás también –al menos en parte- los “malditos que no leen la ley” (am ha aretz)... Precisamente Jesús reemplaza el “sean santos” (Lv 19,2) por “sean misericordiosos” (Lc 6,36), y la misericordia tiene como característica aproximarse al caído, al excluido. La diferencia cultural entre “santidad”/”pureza” y “misericordia” está bien presentada por R. Aguirre, La Mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales, Sal Terrae, Bilbao 1994, 122.

19.- El término “pesher” (plural “pesharim”), se traduce por “interpretación”, y remite a una relectura actualizada de textos bíblicos. La frecuencia de uso en la literatura de Qumrán hace que sea prácticamente identificada con esta comunidad. El Anchor Bible Dictionary, por ejemplo, propone la voz “Pesharim, Qumran” (N. Freedmann, editor, ABD 5, ed. Doubleday 1992, 244); algo semejante encontramos en el New Jerome Biblical Commentary (R. E. Brown et al. (eds.), New Jersey 1990) 1072. Es interesante que el término pšr/ptr (interpretar/interpretación) se encuentra exclusivamente en el contexto de los sueños de José el primero y la literatura apocalíptica de Daniel el segundo.

20.- No es fácil saber si con “los demás” se refiere a los demás profetas o los demás miembros de la asamblea-comunidad. No todos son profetas (12,29b) pero “todos hemos bebido de un solo Espíritu” (12,12). Lo que sí es claro, y es lo que aquí nos interesa, que para discernir es necesario poseer el Espíritu.

21.-  E. Schweizer, El Espíritu Santo, Sígueme, Salamanca 1984, 159-160.

22.-  L. H. Rivas, El Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras, Paulinas, Buenos Aires 1998, 124.

23.-  Entrevista al Card. Bernardin Gantin, 30 Días XX/10 (2002) 12. ¿Qué quiere, exactamente, decir “misionero romano”? Ciertamente no es romano, y ciertamente no estaría mal que sea “misionero africano en el África”, aunque anteriormente debería haber sido “misionero africano en Roma”. Misionero “cristiano” sería bueno, pero ¿romano? no se entiende que quiere decir; o peor, lamentablemente parece que se entiende bien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario