sábado, 21 de septiembre de 2013

Derechos Humanos

Un aporte bíblico para pensar los Derechos Humanos

                                                                                                                               Eduardo de la Serna







 
Es difícil negar que en algunas cosas, quizás en muchas, la Iglesia católica romana “llegó tarde”. Llegó tarde al “movimiento ecuménico”, llegó tarde a los modernos estudios bíblicos, llegó tarde al encuentro fructífero con la “modernidad”. Pero es justo reconocer también, que –a pesar que nunca faltan los grupos que intentan siempre volver atrás, y más atrás- una vez que la Iglesia “llega”, suele hacerlo asumiendo y haciendo suyo el nuevo “lugar”. Y los hace suyos con dedicación y convicción. Nadie cuestionaría hoy esos pasos que la Iglesia ha dado. Algo semejante ha ocurrido también con los “derechos humanos”, o la democracia.

Basta hacer memoria de actitudes y declaraciones históricas de la Iglesia argentina para ver esas diferentes concepciones, actitudes y teologías. Y las contemporáneas.

El concilio Vaticano II, concretamente, que abrió las puertas de la Iglesia para un encuentro con el mundo moderno, tuvo palabras claras sobre la tortura, la guerra, la obediencia debida, la solidaridad, los bienes al servicio de todos, la limitación de la propiedad privada, la discriminación, las dictaduras, las desigualdades sociales o económicas… (Constitución sobre la Iglesia en el Mundo contemporáneo, Gaudium et Spes). Y luego de esto siguieron decenas de nuevos documentos eclesiales internacionales, regionales o locales en este mismo sentido.

Por supuesto que sería un anacronismo pretender hablar de los derechos humanos en la Biblia, o en los teólogos tradicionales de la historia de la Iglesia. La terminología es moderna. En el Imperio romano, por ejemplo, la tortura era algo razonable, aceptado y válido para un juicio. Los tormentos hasta la muerte eran habituales –salvo para ciudadanos romanos- y métodos creados por los persas, como la cruz, fueron refinados y mejorados (sic). El poder omnímodo del rey –en tiempos anteriores, o en los casos en que Roma lo concedía a sus clientes- permitía cualquier instrumento, ¡y cualquier ley! Un rey era tenido por justo, o bueno, cuando sus leyes eran equilibradas, sensatas, y miraban el bien de los súbditos; pero –precisamente por serlo- podía hacer y practicar exactamente lo contrario. En lenguaje contemporáneo se afirmaría que tenía “la suma del poder público” y podía, por tanto, gobernar a su antojo. Es cierto que en tiempos más antiguos, muchos reyes eran a su vez vasallos de otros reyes más poderosos (Egipto, Babilonia, Asiria, por ejemplo), pero eso no hace sino reafirmar lo que se está señalando. Basta ver la arqueología asiria, los instrumentos de tortura, las maquinarias al servicio del terror, el dominio por el pánico, las caravanas de cautivos para darse una idea de esto. Y –sumemos a lo dicho- las poblaciones enteras cautivas, sojuzgadas o esclavizadas. Es en este contexto histórico cultural en el que surge la Biblia, aplicando –pocas veces- o padeciendo –las más- este mismo clima. Señalo esto para que quede claro que en un ambiente en el que todo esto era tenido por “normal”, era razonable que no se escribiera críticamente sobre ello. Por supuesto, lo que se esperaba era que la llamada “ley del Talión”, que había sido originada en el Código de Hammurabi (rey babilónico que codificó las leyes de su reinado en 1760 a.C.), se aplicara, o Dios –como vengador de sangre (Go’el)- la aplicará él mismo. Un ejemplo de esto puede verse –a modo ilustrativo- en el Salmo:

Acuérdate, Yahveh, contra los hijos de Edom, del día de Jerusalén, cuando ellos decían: ¡Arrasen, arrásenla hasta sus cimientos! ¡Hija de Babel, devastadora, feliz quien te devuelva el mal que nos hiciste, feliz quien agarre y estrelle contra la roca a tus pequeños! (Salmo 137,7-9)

Lo que allí se desea, ante un enemigo poderoso, es que Yahvé Dios aplique sobre Babilonia el “ojo por ojo”. Sobre esto señalemos que se trata de que un rey justo como Hammurabi, o un Dios justo, como el Dios de Israel, lo que pretende es –precisamente- evitar los excesos y no dejar lugar a la venganza. El criterio es que “si te quitan un ojo, quites un ojo, y no los dos”; es decir, no dar cabida a excesos como los de Lámek, por ejemplo:

Y dijo Lámek a sus mujeres: «Adá y Sillá, oígan mi voz; mujeres de Lámek, escuchen mi palabra: Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un moretón que recibí. Caín será vengado siete veces, mas Lámek lo será setenta y siete» (Génesis 4,23-24)

En el Nuevo Testamento la situación no es muy diferente. El imperio de turno es Roma, que no se caracteriza por la compasión y la misericordia. Sin embargo, hay tanto en uno como el otro testamento una serie de elementos contraculturales que nos permiten ir desplegando una serie de criterios. Veamos algunos ejemplos:

Sería anacrónico pensar que Pablo podría cuestionar un sistema como la esclavitud (que dicho sea de paso, y salvo situaciones extremas como los enviados a las minas o las galeras, no tenía la dimensión de dramaticidad que tuvo la esclavitud afro en América). Sin embargo, hay dos textos de Pablo donde hay criterios que –vistos a futuro- nos dan elementos para la acción:

¿Eras esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes. Aunque si puedes hacerte libre, aprovecha la oportunidad. Pues el que recibió la llamada del Señor siendo esclavo, es un liberto del Señor; igualmente, el que era libre cuando recibió la llamada, es un esclavo de Cristo. ¡Han sido bien comprados! No se hagan esclavos de los hombres. (1 Corintios 7,21-23)

Pablo estaba respondiendo una consulta que los corintios le habían formulado, y su criterio es que el creyente debe aprovechar al máximo la situación en la que se encuentra para vivir su fe; sin embargo, si este es esclavo, le dice que no deje pasar la oportunidad –si la tuviera- de liberarse.

Por otro lado, a un discípulo, Filemón, le afirma algo que va más allá. Este tenía un esclavo, Onésimo, que le había robado y se había escapado. Pablo lo ha encontrado –probablemente en Éfeso- y sabe que la situación de Onésimo sería terrible si fuera capturado ya que un esclavo fugado perdía todo posible beneficio. Pablo sale de garante (e incluso firma un “pagaré” [v.19] ante eventuales deudas) y le recomienda a Filemón que trate a Onésimo “como un hermano querido” (v.16). Este criterio de la fraternidad pasa a ser un criterio superador de los propios derechos, comportarse ante el otro como un verdadero hermano.

Esto ya lo muestra Jesús en el anuncio y concreción del reino de Dios. Este reino es “Dios que reina”, y Dios reina en la fraternidad y sororidad de todos. El anuncio de Jesús se presenta como anuncio universal, y para que esa universalidad sea real debe comenzar “desde abajo”. Es por eso que las mujeres son reconocidas como iguales, los niños tenidos como personas (los niños eran tenidos como seres incompletos hasta tanto llegaran a la adultez), los pobres puestos en el centro, los despreciados y desvalorados sociales tenidos como verdaderos hermanos. Las comidas de Jesús con “publicanos y pecadores” revelan que el reino –que es visto como un banquete- no es como los banquetes sociales en los que la jerarquización quedaba de manifiesto y había primeros y últimos, comida y bebida de primera o de segunda según los lugares en la mesa, sino que Jesús elige expresamente mostrarse como “amigo de publicanos y pecadores”, que se aloja o come “con ellos” hasta el punto que un biblista llegó a afirmar que “a Jesús lo mataron por como comía” (Robert J. Karris). Las mesas integradoras de Jesús revelan que solamente empezando por los últimos el anuncio del reino puede llegar a todos, aunque esto signifique que algunos se auto-excluyan ya que no aceptan comer –para no quedar públicamente estigmatizados- con los que no son como uno. Es por eso que un rico no puede entrar al reino del mismo modo que un camello no puede pasar por el ojo de una aguja, por su incapacidad de reconocer a los pobres como hermanos y hermanas, y como más valiosos que sus bienes.

Podríamos señalar más elementos aún: el imperio romano se caracteriza por su esquema vertical en cuya cima está el Emperador. Las relaciones patrón – cliente son relaciones que garantizan la estabilidad entre superiores e inferiores, mientras la “amistad” es la que caracteriza las relaciones entre iguales. La magnificencia del Emperador se manifiesta como “gracia” ante sus súbditos, pero esta es –a su vez- manifestación de su superioridad, que es la que patentiza su honor y su autoridad. El Emperador, hijo de Dios (= Julio César) es “señor y dios” –desde Augusto, hijo adoptivo de Julio César, en adelante-, salvador de la patria, garante de la “pax”. Las “asambleas” de los ciudadanos garantizan con ofrendas y “orden y seguridad” el “statu quo”. Los triunfos militares del poderoso ejército o el nacimiento del sucesor del emperador son proclamados como “buena noticia” en el “mundo” entero. Esta pax romana es exigida por los gobernadores, o los reyes clientes –junto con el pago de los impuestos correspondientes- y severamente sancionada cuando no se cumple. La cruz es una amenaza siempre latente para subversivos o no-humanos (como los esclavos).

El cristianismo de los orígenes, encabezado por Pablo, subvirtió esos esquemas proponiendo contraculturalmente una sociedad alternativa. El “hijo de Dios” es Jesús, cuya muerte y resurrección constituyen la “buena noticia” (= Evangelio) por excelencia. Él es el verdadero dador de “paz” y de “gracia”. Las “asambleas” (ekklesiai) son comunidades horizontales para las cuales “ya no hay” judío ni griego, esclavo ni libre, varón y mujer, ya que todos son uno (Gálatas 3,28); comunidades que proclaman la exaltación de Jesús no en su poder sino en su humildad. Hasta tal punto es subversivo este mensaje que se anuncia que la plena reconciliación viene dada por un "crucificado".

Los ejemplos bíblicos podrían multiplicarse. Pero señalemos solamente uno más. Con el paso del tiempo, las comunidades cristianas se fueron ampliando en cantidad y diversidad social y cultural. No es evidente –como se pensó en un tiempo- que las comunidades de los primeros cristianos fueran uniformemente grupos socialmente despreciadas, llenas de pobres y esclavos. Aunque sin duda los había, y –dependiendo cada lugar o región- es probable que en muchos lados fueran la amplia mayoría, casi excluyente. Pero cuando empieza a haber gente socialmente más acomodada, las comunidades comienzan a señalar criterios de vida adaptados a esta novedad. Si antes resultaba evidente que un rico no podía salvarse, ahora se empieza a señalar que podría hacerlo siempre y cuando comparta esos bienes con los más pobres (con lo cual, dejaría de ser rico, obviamente). El Evangelio de Lucas, por ejemplo señala la importancia que la comunidad da a la limosna (entendida como bienes compartidos), el autor de la carta a los colosenses afirma que “la avaricia es idolatría” y el autor de la carta primera a Timoteo que “la raíz de todos los males es el amor al dinero”. La relación de las comunidades con los bienes económicos y con los hermanos/as, establece un nuevo modo de relación que no necesitó señalarse en un primer momento, seguramente por ser pocos y –además- con un escaso número de adinerados. Compartir los bienes, tener en cuenta al otro/a como verdaderos hermanos/as sigue siendo el criterio desde Jesús a Pablo y en los nuevos tiempos.

Y acá seguramente podemos establecer un criterio de base para nuestros días, el criterio de la fraternidad y sororidad.

El reconocimiento del otro/a como verdadero hermano/a es sin duda la base de cualquier planteo que quiera nacer del Evangelio. Podemos preguntarnos si un determinado sistema político, por ejemplo, alienta la fraternidad; si un modelo económico, se nutre de la fraternidad. Y podríamos replicar esto en todos los niveles, sociales, políticos, sindicales, eclesiales, morales, internacionales, ecológicos, interpersonales… No hace falta mirar demasiado “lejos” para dar respuestas. ¿Acaso la tortura, la desaparición forzada, la mentira, el modelo económico excluyente, los hijos entregados desde el cautiverio a familias falsas, los monopolios hegemónicos, el genocidio podrían pensarse desde la fraternidad / sororidad? ¿Qué se asemeja más a un mundo de hermanos, una cooperativa o un monopolio? Un sistema laboral que explota, mal paga, desocupa, ¿puede llamarse fraterno / sororal?

Sin duda que esto puede preguntarse en los más diversos órdenes de la vida. Una persona podrá interrogarse sobre si es o no, se comporta o no como hermano de los que entran en relación con él. Pero esto también se aplica a los órdenes sociales y políticos. Sin duda, si un país, en sus leyes, su (in)justicia, su trato o mal trato se mira a sí mismo, también puede mirarse en clave “fraternidad”, y –desde una mirada cristiana- preguntarse o cuestionarse sobre esto. Hablar de los “derechos humanos”, tanto de la primera como de la última generación puede pensarse en esta clave. Incluso los “derechos ecológicos” que no necesitamos mirarlos desde una perspectiva antropocéntrica (y utilitarista, en este caso) para ello; basta con recordar la maravillosa expresión de Francisco de Asís, “la hermana, madre tierra” para saber que la fraternidad / sororidad debería pensarse en todos los niveles.

Finalicemos con una nota teológica: la “cruz” era un refinado instrumento de tortura que incluía mucho más además de la sola muerte del condenado. Era deshonor, tortura, era ejemplificador (los cuerpos expuestos por días con las indicaciones visibles de la condena), era manifestación de la dominación y el imperio. En este sentido, no podemos ignorar que nuestro mundo está lleno de “crucificados”. Para que haya cruz debe haber crucificadores, violencia, exposición pública. Pero la cruz tiene una doble cara: desde Pilato y Roma, es injusticia y violencia, desde Jesús es salvación y solidaridad. La vida y la muerte son las dos caras de la cruz. Y son las dos caras de los crucificados. En cuanto injusticia y violencia, los cristianos deben sentirse exigidos a “bajar de la cruz a los (pueblos) crucificados”. La cruz es pecado, y los crucificadores son expresión del “pecado del mundo”. Pero por otro lado, la cruz es solidaridad, es entrega de la propia vida –y por eso salvación- como lo manifiestan y expresan simbólicamente los mártires de nuestros pueblos latinoamericanos. Pero esto es así según desde dónde se mire. Desde Roma es violencia, desde Cristo es Paz, desde Roma es muerte, desde Cristo es vida. Desde Roma es opresión y desde Cristo, liberación. Ante las violaciones a los derechos humanos, ante los nuevos crucificados, podemos mirar desde Roma, o desde Jesús, podemos crucificar o trabajar para “bajar de la cruz a nuestros hermanos”.


Publicado en el Boletín informativo de la Secretaría de Derechos Humanos de la Confederación General del Trabajo (año 1 Nº 2), septiembre de 2013. [http://www.uoma.org.ar/Boletin/bcs.html#articulo1 ]

dibujo tomado de www.docstoc.com

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